La Alegría del llamado
Descubrí el llamado de Dios para ser sacerdote cuando tenía 14 años. Fue una mañana de octubre de 1994, en una hermosa parroquia de un pequeño pueblo provinciano. Fue el día D de toda mi existencia, marcada desde siempre por la fe y desde entonces por una idea fija: ser sacerdote y “ganar almas” para Cristo.
Durante toda mi adolescencia y durante cada año del Seminario Menor -hice dos- y Mayor -siete años de formación académica, más unos meses en una parroquia- estuvieron animados por ese mismo deseo: conquistar muchas, muchas almas para el Señor. En mis sueños juveniles, soñaba con la misión Ad Gentes, con el martirio y dejarme devorar por las fieras como Ignacio de Antioquía, con realizar grandes sacrificios por el Señor y las almas. Puedo decir sin mentir que estaba dispuesto a todo, especialmente en las tardes o noches de más fervor y consolación: a dejarme matar, a dejarme insultar, a aceptar cualquier destino y trabajo que se me encomendara, a vivir pobre, etc.
“El Sacerdote es un hombre despojado. El Sacerdote es un hombre crucificado. El Sacerdote es un hombre comido” decía un cartel que hice imprimir a mi hermano, con las primeras impresoras color domesticas que llegaban a nuestra zona, ideal sacerdotal expresado por el p. Chevrier y tan anhelado en esos tiempos.
Y puedo asegurar que la inmensa mayoría de los seminaristas con quienes compartí la formación tenían sueños y anhelos similares: algunos los expresaban con este lenguaje -más “tradicional"- otros con palabras o un estilo diferente. Pero en nosotros existía esa disposición fundamental, expresada en la palabra que el ritual nos manda decir en cada instancia ante el llamado del Obispo: “Adsum. Aquí estoy”
Los ideales y el paso del tiempo
Si miro mi vida sacerdotal, estos casi 15 años, debo reconocer que el Señor siempre ha sido fiel, siempre ha seguido llamándome y dándome todas las gracias necesarias… pero mi respuesta no es ni por casualidad la que soñé.
Y si miro a mi alrededor, suelo encontrarme con un panorama similar. Algunos de mis compañeros de formación abandonaron el ministerio sacerdotal. Algunos que comenzaron con enorme ímpetu y notable entrega se fueron “instalando", poco a poco, en una vivencia cansina, rutinaria y melancólica de la propia vocación.
“La Gloria de Dios y la Salvación de las almas", aquel ideal por el cual un día dejamos todo y entregamos la vida, por momentos dejaron de ser esa suerte de “imán", esa fuerza que era capaz de movilizarlo todo, de ponernos en camino, de impulsarnos más y más hacia lo alto y a los pies de nuestros hermanos, para “lavarlos” movidos por el amor.
Esta crisis que vivimos hoy como Iglesia desnuda, entre otras cosas, nuestro propio estado interior. ¡Qué feo cuando los fieles laicos nos ven apáticos, insensibles o incluso prejuiciosos con sus deseos de celebrar, de adorar, de reconciliarse!
¡Qué triste si nosotros, los pastores, a quienes los fieles nos llaman “padre", parecemos mucho menos entusiasmados por “apacentar” y “cuidar” a nuestras ovejas e hijos que un “laburante” por su trabajo, un comerciante por su dinero, un político por el poder!
¿Será que hemos perdido el “celo apostólico"? ¿Que ya no nos importa “salvar almas"? ¿Que justificamos nuestra pereza con elaborados argumentos teológicos y pastorales?
Es, tal vez, que nuestra FE se ha debilitado. Que ya no creemos en el poder de la Eucaristía como sí creen nuestros fieles, que ya no valoramos tanto la Reconciliación como ellos sí la valoran… que ya no tendemos a la vida eterna como alguna vez lo hicimos, y nuestros fieles sí lo hacen.
La comodidad, la acedia y la pereza pueden tomar sofisticadas apariencias: pueden esconderse alguna vez tras la “asistencia social", ejercida sin Cristo, al margen de Cristo, escondiendo a Cristo. La caridad cristiana ha movido a los santos a hacer grandes obras al servicio de los miserables en todas las dimensiones de la miseria humana: pero nunca en desmedro de la sublime e irrenunciable misión de anunciar al único Salvador y ofrecerlo a los demás. O la variante “psicologista", la de reducir mi predicación, mis consejos y mis charlas espirituales en sesiones de psicoterapia, siempre más “cómoda” que la invitación a la conversión, o el anuncio del Crucificado. He caído, claro, una y mil veces.
Pero hay otro escondite aún más sutil: el de situarme en el estrado del juez implacable de todo y de todos, el de esgrimir la valentía como único valor supremo, el de emitir anatemas a un lado y a otro, un poco -a veces- con la tentación de autocomplacencia, en especial cuando encontraba “aplaudidores” a cada una de mis airadas peroratas… La de convertirme en un teórico de la pastoral y no “dejarme comer” -como decía Chevrier- por las necesidades de las almas concretas. He caído en esto, claro que sí, y pido clemencia al Señor.
Mi querido lector:
Escribo este post no para que -como sucede a veces, pero esta vez no voy a permitir- aparezca una catarata de comentarios contra curas, obispos y papas, contra el Concilio, contra los cardenales Oullet y los obispos alemanes y contra todo aquello que suponemos es causa de esta situación.
Tampoco lo escribo para “dar lástima", ya que soy muy, muy feliz siendo sacerdote.
Hoy le doy gracias al Señor porque en este tiempo de Coronavirus me ha hecho ver con mucha claridad esto. Porque en estos días -atendiendo a algunos fieles en la parroquia o en sus casas- me he dado cuenta de la Gloria y la Maravilla que es el Sacerdocio.
Hoy comparto estas línas para pedirte: reza por los sacerdotes. Por los que te caen bien y por los que no. Por los que te ayudaron y por los que te dieron “palos". Por los virtuosos y los viciosos.
Los “casos extremos” en el clero suelen ser infrecuentes: santos y pecadores consumados hay sólo alguno en un gran grupo. La inmensa mayoría somos hombres frágiles, que alguna vez recibimos un llamado, que entregamos la vida con alegría pero a quienes los fracasos, las dificultades, nuestras negligencias y las de quienes debían cuidarnos, los pecados y heridas no sanados… pueden haber sumergido en la tibieza, espiritual -primero- y apostólica.
En este tiempo, te invito a que “adoptes” a algún sacerdote. A que lo animes con algún mensaje de aliento, a que le hagas saber que necesitas la Gracia que sale de sus manos… a que reces más intensamente por él…
Para que -como reza la bella oración a la Virgen del Rosario de Paraná- “se encienda en nuestros corazones un fuego que jamás se extinga". Ese fuego que Jesús vino a traer a la Tierra y que -también hoy- desea que esté ardiendo.
Publicar un comentario