El 40 de mayo ha pasado sin pena ni gloria. El calor parece cada vez más lejano. A las siete de la mañana al otro lado del cristal de mi ventana el termómetro marcaba 10 grados. A la paloma esto parece importarle poco. Continúa impertérrita con su tarea de dar abrigo a los huevos que está incubando para que los pollos nazcan sin contratiempos. En el colegio los mayores ya se han marchado —nunca se van del todo— después de superar el peaje de la selectividad. Los pequeños parecen más calmados, casi tristes, como si el final de curso les hubiese traído un leve episodio de melancolía.
Aparece en el vestíbulo la madre de una antigua alumna de Aldeafuente —pongamos que se llama Raquel—, hoy convertida en abuela de un par de chicos de Aldovea y de alguno más.
—Cómo pasa el tiempo, ¿verdad, don Enrique?
—No para ti; estás como nunca.
—Quite, quite..., estoy gorda y vieja.
Sin duda espera que le lleve la contraria y así prolongar este preámbulo con un intercambio de piropos. Aprovecho para estornudar...
—¿La alergia?
—Puede ser...
Me habla de su yerno, que es bueniiiiiiísimo, de su hija, que debería usted verla, porque se ha puesto súper guapa a pesar de los tres niños. Para que luego digan que la maternidad estropea la figura.
Yo asiento con mi mejor sonrisa y hago un amago de repetir el estornudo. Sí, quizá sea la alergia. Por si acaso mi interlocutora se aleja y comienza a charlar con un profe.
Por la tarde, paseo de una hora. Andar por andar siempre me ha parecido un poco triste, pero a veces ocurren cosas.
Viene caminando hacia mí un trajeado chaval de apenas treinta años. Viste un terno azul recién planchado, impropio de su edad y de la estación. De sus orejas salen sendos cables blancos que desembocan en el bolsillo izquierdode la americana. Va hablando con alguien a través un dispositivo invisible y gesticula con vehemencia. Al llegar a mi altura, me pide con un gesto que me detenga mientras termina su conversación telefónica.
—Bueno, vale. Llámame. Ciao.
A continuación me dice sin más preámbulos:
—¿Puede usted garantizarme que después de esta vida hay otra?
Le miro a los ojos. Son azules y tan claros que parecen blancos. El pelo, entre rubio y pelirrojo, se le bate en retirada por encima de la frente.
—¿Garantizarte? Mi garantía valdría poco, la verdad. Es Jesucristo quien nos lo garantiza a ti y a mí.
—Vale, vale —responde— ¿puedo invitarle a un té?
Nunca me habían invitado a un té por sorpresa, así que acepto y nos sentamos en la terraza de una cafetería. Allí me cuenta su vida, desahoga su mal humor y su tristeza por la muerte de su amigo en un accidente de moto, y me escucha con respeto sin perder palabra. Me habla de sus padres, que viven separados, él en Canadá y ella en España, pero lejos de aquí.
—Soy homosexual —añade—.
Hace una pausa y me mira atentamente como buscando una reacción por mi parte.
—Y yo soy ornitólogo amateur —le contesto—.
—Pues a mí me encantan los pájaros.
Consigo que sonría cuando le hablo de la paloma que se me ha posado en la ventana. Luego la conversación toma derroteros más profundos. Nos cambiamos las tarjetas y prometo acordarme de su amigo en la Misa de mañana.
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