«La felicidad no depende de la realidad, sino de la interpretación de la realidad que uno hace (…). Donde otros ven sombras y malos presagios, yo veo oportunidades y retos por cumplir»
Leo el periódico y todo son malas noticias, una detrás de otra. Aquí y allí y en la otra parte del mundo. Los periodistas se recrean relatando los hechos y cunde de entrada una mezcla de indiferencia y agotamiento que nos deja anestesiados.
La mejor manera de funcionar es tener perspectiva, altura de miras, poner las luces largas y relativizar hechos, comentarios y afirmaciones. No perdamos de vista que en el mundo de las noticias existe una verdadera bulimia, unas se comen a las otras y en unos días se desdibujan, pierden su fuerza, se volatilizan.
El optimismo es una forma positiva de interpretar la realidad. La mejor de las vidas está llena de derrotas. Cualquier circunstancia histórica tiene muchos matices negativos. Por eso es importante aprender a interpretar la realidad con una visión panorámica. Hoy en día, el coro de plañideras negativas está rebosante de noticias malas, duras, terribles, apocalípticas.
Hay un optimismo personal y otro, general o colectivo. Quiero espigar cuáles son los principales componentes a la hora de evaluar lo que está pasando, a nivel global (política, economía, sociedad, etcétera) y a nivel personal. Paseo la mirada por ellos y me deslizo en su interior:
Apostar por el optimismo
El primer eslabón reside en nuestro sistema de creencias. Las ideas se tienen, en las creencias se está. Son el subsuelo nuestro. La tierra firme sobre la que cada uno se sostiene. El mundo se ha ido alejando de lo espiritual y se ha vuelto cada vez más materialista. Y esto es malo, porque se prescinde de uno de los ingredientes más importantes de la vida, que da respuesta a las grandes preguntas: ¿de dónde venimos, a dónde vamos, cuál es el sentido de la vida, qué importancia tiene el amor, qué hay después de la muerte? Y un largo etcétera de cuestiones que parpadean cuando nos interrogamos por las cuestiones esenciales.
El segundo ingrediente es nuestro estado de ánimo. Que podemos definirlo así: es un sentimiento que deambula por nuestro interior, es el tono afectivo de ese momento en el que convergen y se hospedan elementos físicos, psicológicos, sociales y culturales. Y que da lugar a un modo de estar de hoy y ahora, pero que tiene una cierta permanencia en el tiempo. Yo le pregunto con mucha frecuencia a mis pacientes: ¿Cómo estás de ánimo, cómo te sientes por dentro? Estoy buceando en su paisaje interior. La palabra latina animus significa «aquello que anima o da vida al cuerpo». El tono anímico positivo tiene un inmenso poder reparador y nos ayuda a descubrir siempre el ángulo mejor de lo que está sucediendo, sin dejar de ver la parte mala o dura. Esto descansa, de alguna manera, en estar contento con uno mismo a pesar de las mil y una circunstancias difíciles que todos atravesamos. El optimismo consiste en una educación de la mirada que sabe descubrir lo mejor y lo bueno, que escondido asoma y se esconde. Y esto depende, en buena medida, del significado y valoración que demos a la actualidad.
Martin Seligman, padre del llamado pensamiento positivo, nos explica los procesos que regulan el funcionamiento del cerebro y la toma de decisiones; se ha llegado a la conclusión de que los sentimientos desempeñan un papel fundamental en la forma de pensar y de interpretar lo que nos pasa (el hipotálamo, la amígdala cerebral y el sistema reticular activador ascendente, son sus principales responsables y al activarse hace que te fijes más en vivencias buenas).
En tercer lugar está nuestro equipaje genético: el enorme valor de la herencia, que nos marca. Hay un trastorno de la personalidad que se llama depresiva y que consiste en la tendencia crónica, anclada en la biología familiar a centrarse más en lo malo que en lo bueno, en lo negativo que en lo positivo, en las adversidades y minimizar las situaciones satisfactorias. Eso nos lleva de la mano a una óptica concreta. No confundir la depresión como enfermedad: que es algo transitorio, presidido por la tristeza y el hundimiento psicológico.
Hay que considerar también nuestra historia personal. En una palabra: la biografía. No hay árbol que no haya sido fuertemente azotado por el viento.
La vida está ajedrezada de dos tipos de traumas. Los macrotraumas que son impactos de gran alcance, históricos por la magnitud e importancia de los hechos. Y los microtraumas que son vivencias negativas pequeñas, de mucha menos intensidad, pero que forman un glosario, un sumatorio de adversidades.
Es la experiencia de la vida. Se trata de ser capaces de tener altura de miras, perspectiva, visión larga de los acontecimientos… y saber relativizar y valorar las cosas con moderación y justeza de juicio. Este es un arte en donde se mezcla sabiduría e inteligencia. Todo está en nuestra cabeza: la felicidad y el desencanto. El optimista otea el horizonte y ve el lado bueno y propone soluciones y busca alternativas. Levanta la mirada, deja lo inmediato y apuesta por lo mediato, por lo lejano.
Optimismo personal y colectivo
España está pasando una etapa mala: el coronavirus ha puesto de manifiesto que los que nos gobiernan no saben hacerlo y que han ido a la táctica de abrir las dos Españas. ¿Qué pasa en España que hay tantos enfermos de odio? ¿No vamos a ser capaces de cerrar las heridas del pasado y tener la sabiduría de acercarnos unos a otros? «Me duele España», decía Unamuno.
El pesimismo goza de un prestigio intelectual que no merece. La felicidad no depende de la realidad, sino de la interpretación de la realidad que uno hace. España tiene una historia grande, con muchas cosas de las que puede estar orgullosa y una unidad conquistada con esfuerzo de años y generaciones. Donde otros ven sombras y malos presagios, yo veo oportunidades y retos por cumplir. Sabiduría e inteligencia. La sabiduría es experiencia de la vida y cambiar lo que se puede modificar y aceptar lo que no es posible hacerlo. La inteligencia es la nitidez de la razón.
Enrique Rojas es catedrático de Psiquiatría.
Fuente: abc.es.
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