6 de septiembre.

11:55
Lecturas del Domingo 23º del Tiempo Ordinario – Ciclo A

Primera lectura

Lectura de la profecía de Ezequiel (33,7-9):

Así dice el Señor: «A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al malvado: “¡Malvado, eres reo de muerte!”, y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida.»

Palabra de Dios

Salmo

Sal 94,1-2.6-7.8-9

R/. Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor:
«No endurezcáis vuestro corazón»

Venid, aclamemos al Señor,
demos vitores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos. R/.

Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía. R/.

Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masa en el desierto;
cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras.» R/.

Segunda lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (13,8-10):

A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, el «no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás» y los demás mandamientos que haya, se resumen en esta frase: «Amarás a tu prójimo como a tí mismo.» Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera.

Palabra de Dios

Evangelio

Evangelio según san Mateo (18,15-20), del domingo, 6 de septiembre de 2020
 

Lectura del santo evangelio según san Mateo (18,15-20):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.»

Palabra del Señor

_________________________________________

Homilía para el XXIII domingo durante el año A

En la vida de san Pacomio se encuentra un texto muy interesante sobre las “visiones” y los “milagros”. A los hermanos que lo interrogaban sobre sus visiones, Pacomio les responde: “¿Quieren que les hable de una gran visión?, Muy bien, no hay visión más grande que aquella de ver a Dios invisible en un hombre visible (el prójimo)”. Y en cuanto a los milagros y curaciones, he aquí lo que les dice: “Si un hombre es tan ciego para no ver la luz de Dios, y si un hermano lo conduce a la fe, ¿no es quizá esto una curación? ¿Si un hombre es mudo, al punto de no poder decir la verdad, o si es manco, a causa de su pereza en cumplir los mandamientos de Dios; en otras palabras: si un pecador es conducido a arrepentirse por la ayuda de un hermano, no es esto un gran milagro?

Jesús quiere que hagamos este tipo de milagros, sin negar los milagros estupendos que nos anuncia el Evangelio, y que pueden maravillarnos.

San Pablo, en la segunda lectura, vuelve a repetir lo que nosotros sabemos, pero que siempre es bueno volver a escuchar: “quien ama a su prójimo cumplió la ley entera”. Pero para entender, lo que Pablo en verdad quiere decir, debemos prestar atención al contexto en el cual nos habla. El apóstol invita a sus lectores a que obedezcan las leyes civiles, incluso cuando estas emanan de una autoridad pagana, y a observar todavía más los mandamientos de Dios (de lo que se desprende que las leyes inicuas no han de ser obedecidas), porque este es el modo de expresar nuestro amor por aquellos con los que formamos una nación, una iglesia, o una comunidad.

El amor es exigente y comporta responsabilidades. Implica, entre otras cosas, la responsabilidad de ayudar al otro a crecer y de conducir al otro a la conversión, esta es la labor del sacerdote especialmente; la corrección, cuando toca, ha de mirar a que el otro se convierta, no que nosotros nos desagüemos, o, como dice el Papa Francisco, deba hacerse porque somos patrones, o ‘maestritos’, sino que deseamos como Jesús la conversión y la vida del pecador. Dios, leíamos en la primera lectura le dice algo muy grave al profeta Ezequiel: “Si no hablas al malvado, te pediré cuenta de su sangre”. Dios antepone la vida a su mandamiento, pero si uno igual rechaza su mandamiento, elige la muerte, Dios no lo mata.

El pasaje del Evangelio que hemos proclamado nos permite entrar un poco en la vida interior de la comunidad cristiana primitiva y de ver como aquellos primeros cristianos expresaban su amor recíproco a través de la corrección fraterna, será útil comenzar de los últimos versículos de este pasaje. Estos nos muestran que estamos en presencia de una comunidad, primero la de los apóstoles, luego la Iglesia local, porque “allí dónde dos o tres están reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos”.

Cuando un grupo de personas se reúnen en una Iglesia, o en una comunidad particular, lo hacen con el encargo de vivir una forma determinada de experiencia espiritual, según una disciplina propia, y para ayudarse mutuamente a crecer en el amor de Dios, dentro de un determinado contexto, y también mediante este contexto. Es porque somos todos pecadores, que esta situación exige la corrección fraterna.

Una comunidad no puede absolutamente permitir a uno de sus miembros vivir una vida que está en contradicción con cuanto la comunidad representa. Pero la primera reacción a tal situación, si se presenta, no debe ser de rechazo o de reproche, sino de amor fraterno. No se puede evitar, en situaciones similares, tomar decisiones claras, en nombre del cuerpo que es la Iglesia. El Evangelio describe con mucho cuidado las etapas para seguir si se quiere obrar en un verdadero espíritu de amor y de caridad. La corrección fraterna auténtica no tiene nada que ver con la delación o con iniciativas fanáticas, ni tampoco con “terapias de grupo”.

Dios quiere que cada pecador se convierta y viva. Pero el gran misterio es que Dios ha elegido no ejercer directamente su atención amorosa hacia cada uno de nosotros, pecadores, sino de hacerlo a través de otros seres humanos. Ya recordamos el tema de la primera lectura: “Si un pecador no se deshace de su inclinaciones malvadas, porque tú no has hecho nada para disuadirlo de su malas acciones, él morirá, y Tú, serás responsable de su muerte”. Y también San Agustín advierte sobre la grave falta que supondría omitir esa ayuda al prójimo: “Peor eres tú callando que él faltando” Las palabras de Jesús en el Evangelio son también fuertes. Lo que aten en la tierra –no haciendo nada para ayudar al hermano a crecer y a arrepentirse- será atado en el cielo. Y aquello que desaten sobre la tierra –induciendo a su hermano a arrepentirse- será desatado en el cielo. Notemos que el texto del Evangelio de hoy no habla del poder de las llaves dado a Pedro, poder que fue conferido unos capítulos antes. En este texto, Jesús se dirige a todos y recuerda a cada uno que: 1) no practicando la corrección fraterna no se ayuda al hermano a salir de una situación grave; 2) desatando al hermano con la corrección fraterna se le da posibilidad de salvarse.

Se trata, evidentemente, de una terrible “responsabilidad”, pero también de un misterio maravilloso: el hecho que Dios haya elegido salvar a la humanidad, no solamente haciéndose hombre él mismo, sino a través del ministerio de otras personas. El fundamento natural de la corrección fraterna es la necesidad que tiene toda persona de ser ayudada por los demás para alcanzar su fin, pues nadie se ve bien a sí mismo ni reconoce fácilmente sus faltas. De ahí que esta práctica haya sido recomendada también por los autores clásicos como medio para ayudar a los amigos. Corregir al otro es expresión de amistad y de franqueza, y rasgo que distingue al adulador del amigo verdadero. A su vez, dejarse corregir es señal de madurez y condición de progreso espiritual: “el hombre bueno se alegra de ser corregido; el malvado soporta con impaciencia al consejero” (Admoneri bonus gaudet; pessimus quisque rectorem asperrime patitur, Séneca, De ira, 3, 36, 4.).

La corrección fraterna es parte de nuestra vocación, ¡el ofrecerla y recibirla! Pidamos con María la humildad de vivir esta parte tan importante del Evangelio.

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