Hemos vivido, y seguimos viviendo, circunstancias infrecuentes. ¿Inéditas? Quizá. ¿Infrecuentes? Seguro.
Ha habido un confinamiento largo que, aunque no ha prohibido celebrar la Santa Misa, que sí se ha celebrado, ha hecho muchas veces – no siempre - inviable que esta celebración tuviese lugar, de modo habitual, con las puertas abiertas y con la asistencia de fieles (ha sido este punto, la posibilidad de asistir, lo que ha quedado menos claro. Los tribunales dirán algo sobre ello, espero).
Esta fase extrema se ha superado. Ya las iglesias están abiertas – teóricamente, siempre han podido estarlo – y ya se celebra la Santa Misa - siempre se ha celebrado – con más fieles, no obligatoriamente ya con un pequeño grupo de ellos.
¿Y qué ha pasado con los fieles? Pues ha pasado lo que razonablemente cabía esperar. Los más concienciados se han ofrecido a hacer posible la celebración de la Misa con más fieles. No han protestado ni exigido, no, se han ofrecido, que no es exactamente lo mismo.
Y hemos empezado, poco a poco, combinando la fe y la responsabilidad. Y yo me pregunto si es posible que creer y ser responsables sean cosas distintas. No lo son. Ni derecho ni de hecho lo son.
Los fieles de nuestras parroquias, al menos de la mía, que no será ni la mejor ni la peor del mundo, están dando unas muestras de sensatez, de madurez, de confianza, de fe; en definitiva, ya eran lo que hoy se ve, pero que hoy se ve, lo que eran, con mayor evidencia.
No hay histerismos, no hay prisas. Sí hay el ofrecimiento de venir a la Misa y de posibilitar, ayudando a desinfectar el templo, que otros vengan a la Santa Misa. Y todo se andará, paulatinamente.
¿Un creyente va dejar de serlo porque, durante una pandemia, se haya cerrado su templo de referencia? No lo creo. Dejará de ser creyente si casi no lo era antes. Lo excepcional puede reforzar la increencia o la creencia. Puede servir para ratificarse en la propia opción o para sentirse interpelado por Dios.
¿Siento yo alguna preocupación porque los feligreses de mi parroquia dejen de serlo? Ninguna, casi. Dejarán de ser feligreses los que ya casi no lo eran y volverán a serlo los que ya casi lo eran.
Entre unos y otros, entre los que ya no son o ya casi vuelven a serlo, está una base más estable. Una base de personas de fe, que están ahí, a tiempo y a destiempo, y que nos recuerda que la fe no es, en su esencia, una moda pasajera, sino una virtud teologal, algo muy serio, con vocación de permanencia.
¿Me preocupa la “desescalada”? Muchísimo, porque muchos se quedarán sin trabajo, reducidos a la pobreza. ¿Me preocupa que los creyentes dejen de serlo? No. Ha sido, y es, como lo es cada día de la vida, una ocasión para purificar la fe. Para profesar el “Credo in unum Deum”.
Me preocuparía, mucho, si yo no hubiese sabido acompañar en el camino de la fe (y eso, mi acompañamiento, no puedo darlo por supuesto). Lo demás, nada. No vamos a darle a Dios lecciones de pastoral.
Guillermo Juan Morado.
Yo sé que reivindicar hoy los catecismos de Astete y Ripalda o simplemente los catecismos nacionales de primer y segundo grado que se estudiaban en España te convierten en católico despreciable y sin posibilidad de reconversión. Habida cuenta de que ya cuento con ello, al asunto me lanzo.
El catecismo del P. Astete se publicó por primera vez en 1599 y se dice que tuvo más de mil ediciones en diversas lenguas. El de Ripalda es de 1616. Con estos dos catecismos aprendieron la doctrina cristiana españoles e hispanoamericanos hasta el concilio Vaticano II.
Cuatrocientos años. Ahí es nada. Una forma clara de aprender los fundamentos de la fe con un práctico sistema de preguntas y respuestas que tampoco eran tantas. El de Ripalda, 253 en sus últimas ediciones. El de Astete por ahí andaba.
Siguiendo el modelo clásico de preguntas y respuestas, y tomando sin duda como base los dos catecismos citados, en España, en los años 50, se comenzaron a estudiar los llamados catecismos nacionales de primer y segundo grado. El de primer grado tenía ciento seis preguntas y respuestas y el de segundo llegaba a las trescientas.
Nuestros mayores aún recuerdan esos catecismos y son capaces de seguir repitiendo de memoria preguntas y respuestas, así como se saben perfectamente oraciones, mandamientos y otras cuestiones básicas de la vida cristiana.
Desde los años setenta han desaparecido del mapa este tipo de catecismos. La nueva pedagogía nos ha impulsado hacia otras formas de aprendizaje que nos vendieron como más actualizadas y de mejor conexión con los niños. Bien. Son más de cuarenta años de experimento y quizá sea hora de atrevernos a una evaluación. Podíamos preguntar a los niños, por ejemplos, quien es Dios o qué es la misa. Pedirles que se presignen y se santigüen. Que nos digan los diez mandamientos y las obras de misericordia, nos citen los siete sacramentos y las condiciones para comulgar o hacer una buena confesión. ¿Nos atreveríamos? Y hay una evaluación peor: constatar que nuestros niños hacen a la vez la primera comunión y la última entre otras cosas porque sus padres son los primeros que ya no conocieron la doctrina cristiana. Los abuelos sí. Más aún, las abuelas que hoy siguen acudiendo a misa son las que se saben el Astete.
Hace unos días el santo padre se quejaba de que los niños no saben santiguarse. Je. Ni santiguarse, ni rezar ni cuatro cosas elementales de doctrina cristiana. Lo único que “dominan” es que hay que compartir y que la misa es una fiesta muy alegre. Y así desde hace más de cuarenta años. En España ya no se bautizan ni la mitad de los niños que nacen y de ls pocos matrimonios que se celebran apenas el 20 % son canónicos.
Los mayores que aprendieron el catecismo “de antes” conocen perfectamente la doctrina. Por ejemplo, ni se les ocurre acercarse a comulgar si no están en condiciones. Nuestros niños, jóvenes y no tan jóvenes comulgan sin más razón “que me apetece”. ¿Y por saberse el Astete serán más creyentes? Al menos conocerán la doctrina, que ahora mismo ni eso.
No se me escandalicen, por favor. Pero posiblemente si pegáramos fuego a tanto catecismo de “tu amigo Jesús”, “la misa es una fiesta” y “la alegría de compartir” y echáramos un par de añitos en que los niños aprendieran el catecismo, aunque solo fuera el nacional de primer grado, mejor nos fuera.
¿Jorge, volver a lo de antes? Si es mejor que lo de ahora, que yo creo que lo es en precisión teológica y enseñanza básica, con urgencia. Y no me vale al argumento de que sin antiguos.
Catecismos probados y explicados durante más de cuatrocientos años algo bueno tendrán. El librito de “tu amigo Jesús” no resiste tres cursos.
En el día de hoy, 28 de mayo de 2020, el papa emérito Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, ha cumplido 43 años de obispo. El 28 de mayo de 1977, a los cincuenta años de edad, el teólogo Ratzinger, nombrado por el papa Pablo VI arzobispo de Munich y Frisinga, fue ordenado obispo. Ese mismo año fue creado cardenal.
No hace mucho visité algunos lugares bávaros, “ratzingerianos”, como Munich, Frisinga y Ratisbona, en cuya Universidad, entre otras, Ratzinger enseñó Teología. Baviera es, a mi modo de ver, como una Galicia próspera. Los bávaros tienen un gran sentido de identidad – ha sido un reino hasta hace no mucho – y es un territorio rico.
Muy católico, ese reino, en su historia y muy rico en su realidad actual, como para, al menos, cuestionar la fácil ecuación, atribuida a Max Weber, según la cual prosperidad y protestantismo van unidos.
Ya sabemos que los pensadores son sutiles. No así la divulgación que, por imposibilidad de leer el original, por ignorancia o por otros intereses, simplifica. Como si catolicismo fuese lo mismo que miseria y protestantismo lo mismo que riqueza. No es verdad. Ahí está Baviera, o Austria, como señales que obligan a pensar un poco más a fondo las cosas.
Pero se trata de hablar de Ratzinger. En algún lugar de ese inmenso archivo de la memoria que es Internet se pueden recuperar imágenes y palabras de su ordenación episcopal en la casi monástica catedral de Munich. Eligió como lema un texto de San Juan: “Cooperadores de la verdad”. Y habló de lo que era un obispo y de lo que no era. De su servicio a la verdad y a Cristo, que es la Verdad en persona.
Habló también de la belleza de su Baviera natal, una belleza inseparable de la fe. Y formuló algún cuestionamiento: ¿Sobrevivirá esa belleza a la falta de la fe? ¿Será lo mismo Baviera – podríamos decir el mundo – sin fe, sin alma? Probablemente, sin fe, sin alma, no solo Baviera, sino al menos toda Europa perdería su brújula esencial, por más que los respectivos ministerios de cultura invirtiesen fondos en restaurar o conservar el patrimonio.
Yo he visto esas imágenes desde mi “Baviera pobre”, que es Galicia. Y no he podido evitar darle las gracias a san Pablo VI por haber nombrado arzobispo y haber creado cardenal a Joseph Ratzinger. Un indudable acierto. Un acierto que supo ver asimismo san Juan Pablo II, que lo llamó a Roma para ser prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Soy consciente de que es un argumento apologético de relativo valor, pero, aun así, me pregunto: ¿Dónde, en este mundo nuestro, ha habido, en el pasado reciente, o en el momento actual, líderes de esta altura, de este nivel, semejantes a san Juan Pablo II o a Joseph Ratzinger? Me lo pregunto y dejo abierto este interrogante.
Mientras tanto sueño con volver a Baviera – a Munich, a Frisinga, a Ratisbona – y disfrutar de la belleza del paisaje y del arte. Palpando, en tantos detalles, su historia católica.
Joseph Ratzinger no ha sido (no es) solamente un gran teólogo. Ha sido un magnífico papa y un gran embajador cultural de su tierra.
Guillermo Juan Morado.