Celibato y continencia. Por el P. Dr. Christian Ferraro (FINAL y texto completo)

4. El origen del cambio de disciplina en las iglesias orientales

        Naturalmente, todo lo hasta ahora visto contrasta con la práctica habitual de la disciplina vigente en la Iglesia de oriente. Ahora bien, cuestionar alegremente los textos a partir de la práctica actual no es cosa seria, amén de constituir un anacronismo retrospectivo cuya ingenuidad sería difícil de exagerar; menos serio aún sería tratar de modificar los datos o cercenar la información para justificar dicha práctica –cosa que ha ocurrido y ocurre, desde ya–. Tampoco constituye una manera de argumentar seria el ampararse en que siempre hubo transgresiones y debilidades, para apoyar la disciplina oriental, justificar su engarce con la tradición, como así también proponer una eventual extensión universal de la misma. En cuanto a la disciplina oriental los puntos a tener en cuenta son otros.

        Primero: claramente es una disciplina que está en vigencia, bajo la admisión explícita de las autoridades de las Iglesias de oriente y el consenso manifiesto de la sede romana. De aquí se siguen dos cosas, a saber, que no hay contradicción ontológica entre el ejercicio del ministerio del orden sagrado y la vida conyugal, y que se trata de una cuestión de carácter disciplinar.

        Segundo: claramente es una disciplina que se impone a partir de cierto momento y que no cuenta con el aval de los primeros concilios ni de los más prestigiosos padres, incluidos los de oriente.

        A partir de ambos puntos se plantea el problema del origen del viraje disciplinar que se cristalizó en la concesión expresa del derecho a vivir more uxorio.

4.1. Las disposiciones del Concilio Quinisexto o Trullano II

        Estaba terminando el siglo VII cuando el emperador Justiniano II convocaba un concilio, entre otras cosas para salir al cruce de la preocupante situación de doble vida de muchos prelados[1].

        El concilio, regional, conocido como trullano por haber sido celebrado bajo una cúpula (τροῦλλος) del palacio imperial, y que no llegara a ser reconocido sino después de largo tiempo por la sede romana, hacia fines del siglo XII fue llamado también «quinisexto» (τενθέκτη) por el patriarca antioquen Teodoro Balsamon porque se lo consideraba, en oriente, un complemento de los concilios V y VI de Constantinopla, de donde también el motivo por el que los participantes lo consideraban ecuménico; sin embargo, entre otras cosas, carecía de representantes de la sede romana que legitimaran su autenticidad. De los 102 cánones aprobados, 7 se dedican a regular el problema del celibato y de la continencia.

        El canon 12 establece que después de su ordenación los obispos deben dejar de cohabitar con sus esposas, por consiguiente, dejar el uso matrimonial. El canon 48, que lo complementa, refiere que la esposa del obispo tiene que entrar en un monasterio y ser mantenida por él. La prohibición de casarse después de la ordenación aparece en el canon 6, y el canon 26 se dirige al sacerdote que, por ignorancia de las normas, se hubiera casado después de la ordenación: se le mantiene el estado clerical pero con la prohibición de su ejercicio, al mismo tiempo que se declara la nulidad del matrimonio, con los efectos propios que se siguen de la misma. Retomando y glosando disposiciones de documentos precedentes que no hemos citado por amor de brevedad, el canon 3 establece la prohibición del acceso al ministerio episcopal, presbiteral o diaconal a todo aquél que después del bautismo haya contraído segundas nupcias o haya desposado una viuda, una divorciada, una prostituta, una esclava o una actriz[2].

        Como se puede ver, no hay nada en esta serie de referencias que pueda llamar la atención; al contrario, todo parece reflejar la disciplina común habitual. Sin embargo, el canon 30 contiene una particularidad: concede vivir en continencia a aquellos presbíteros y diáconos que cuenten con el consenso, para ello, de su esposa; no obstante, se los obliga a no cohabitar más y se aclara que se trata de una concesión en razón de la pusilanimidad mental que los caracterizaba. A una primera mirada, esta última mención resalta por su contraste con todo lo que hemos visto, tanto en la letra como en el espíritu. Tratemos de ver el texto con detenimiento:

Buscando en todo obrar para edificación de la Iglesia, establecemos que también sean dispensados los sacerdotes que están en las [regiones] bárbaras. Por lo que, si bajo  pretextos de piedad y decoro quieren transgredir el canon apostólico acerca de no expulsar a la esposa y, yendo más allá de lo contemplado, se abstienen del uso conyugal con el acuerdo de sus consortes, definimos que ya no vivan con ellas de ninguna manera, para que nos den perfecta demostración de su compromiso. Y esto se les concede, no por otra cosa que por la pusilanimidad de su mente y lo poco firme que se deja entrever de sus costumbres.

πάντα πρὸς οἰκοδομὴν τῆς ἐκκλεσίας βουλόμενοι διαπράττεσθαι, καὶ τοὺς ἐν ταῖς βαρβαρικαῖς ἰερέας οἰκονομεῖν διεγνώκαμεν˙ ὥστε εἰ τὸν ἀποστολικὸν κανόνα τὸν περὶ τοῦ προφάσει εὐλαβείας τὴν οἰκείαν γαμετὴν μὴ εκβάλλειν, ὑπεραναβαίνειν οἴονται δεῖν, καὶ πέραν τῶν ὁρεσθέντων ποιεῖν, ἐκ τούτου τε μετὰ τῶν οἰκείων συμφωνοῦντες συμβίων, τῆς πρὸς ἀλλήλους ὁμελίας ἀπέχονται, ὁρίζομεν τούτους μηκέτι ταύταις συνοικεῖν καθ’ οἰονδήποτε τρόπον, ὡς ἄν ἠμῖν ἐντεῦθεν ἐντελῆ τῆς ὑποσχέσεως παρέξοιεν τὴν ἀπόδειξιν. Πρὸς τούτο δὲ αὐτοῖς, οὐ δι’ἀλλό τι, ἢ διὰ τὴν τῆς γνώμης μιρκοψυχίαν, καὶ τὸ τῶν ἠθῶν ἀπεξενωμένον καὶ ἀπαγὲς ἐνδεδώκαμεν[3].

        El texto no pretende en absoluto decir que a los continentes se les hace la concesión de vivir de esa manera porque son pusilánimes y no se hacen cargo de vivir de la otra manera; lo que el texto quiere decir es que no les parece correcto a los miembros del concilio que quienes asumen el compromiso de la vida continente asuman tamaño compromiso sin hacerlo de manera coherente; es en esto donde se ve su mentalidad pusilánime: toman una decisión pero sin llevarla a sus últimas consecuencias, de modo que su propósito parece poco firme [ἀπαγὲς] y hasta desmentido por el régimen habitual de vida, o sea, lo que de las costumbres se puede ver externamente [τὸ τῶν ἠθῶν ἀπεξενωμένον]. En efecto, ¿cómo justificar a partir de lo que se muestra hacia afuera la afirmación de que se mantiene la continencia si, al mismo tiempo, se mantiene la convivencia? Hay, por así decirlo, una ocasión próxima voluntaria de transgresión del compromiso que siembra dudas sobre la seriedad del mismo. Por consiguiente, si de verdad quieren vivir en continencia, se les concede el permiso, pero al precio de que asuman el compromiso con total coherencia.

        Así, el propósito de fondo del texto no es el cuestionamiento de la continencia, como una lectura superficial podría llevar a creer, sino la criteriosa tutela de la misma. Habida cuenta de ello, hace falta también señalar que tanto la solución propuesta como la manera de proponerla muestran operante un notable cambio de perspectiva, según el cual se asume, dándolo por descontado, que mientras se mantenga la cohabitación se dispondrá de todas las licencias para el ejercicio del débito conyugal. Además de este novedoso presupuesto, llama la atención que como fundamento del mismo se remita a la regla establecida por los apóstoles y que el propósito de la continencia intramarital, o lo que se ha dado en llamar «matrimonio blanco»[4], sea presentado como una excepción a la normativa apostólica.

        Este viraje y cambio de apreciación no pueden comprenderse si no se considera detenidamente el célebre canon 13, que contiene la clave de todo el problema:

Ahora bien, como estamos al tanto de que en la disciplina de la regla transmitida en la Iglesia romana los que estén por ser ordenados diáconos o presbíteros se tienen que compometer a no tener más contacto físico con sus esposas, nosotros, respetando la antigua regla de la perfección y disciplina apostólica, queremos que los matrimonios legítimos de los varones consagrados de ahora en más se mantengan firmes, sin que de ningún modo se separen de sus esposas, o bien que se priven sólo temporalmente de las relaciones mutuas. Por lo cual, si alguien fuera encontrado digno de ser ordenado subdiácono, diácono o presbítero, no se le prohiba nunca ser asumido a tal grado si cohabita con su legítima esposa. Pero que tampoco se le exija al ordenarlo el compromiso de abstenerse de la legítima relación con su esposa, no sea que se termine haciendo injuria a la matrimonio legitimado por Dios y bendecido por su presencia, habiendo exclamado la voz evangélica «lo que Dios ha unido no lo separe el hombre» y el apóstol enseñado «honorable el matrimonio e inmaculado el tálamo…» y «¿estás unido a una mujer?, no busques separarte». Y sabemos que también los que se reunieron en Cartago, buscando proteger la honestidad y gravedad de los ministros, dijeron: «Que los subdiáconos, que tratan con los divinos misterios, los diáconos y los presbíteros, según su turno de servicio, se abstengan de sus consortes. De manera que lo que ha sido transmitido por los apóstoles y desde la antigüedad misma observado, también nosotros lo custodiamos, discerniendo el tiempo para cada cosa, sobre todo para el ayuno y la oración. En efecto, hace falta que los que asisten al divino altar sean continentes en el tiempo en el que tratan las cosas santas, para que puedan obtener aquello que piden a Dios con sencillez». Por lo tanto, si alguno, moviéndose al margen de los cánones apostólicos, privará a los que están consagrados, es decir, presbíteros, diáconos, o subdiáconos de la unión y cohabitación con su legítima esposa, sea depuesto; e igualmente, si algún presbítero o diácono echa a su esposa bajo pretexto de piedad, sea separado; y, si persevera en la actitud, depuesto.

Ἐπειδὴ δὲ, ἐν τῇ Ῥωμανίων ἐκκλεσίᾳ ἐν τάξει κανόνος παραδεδόσθαι διέγνωμεν τοὺς μέλλοντας διακόνου ἢ πρεσβυτέρου χειροτονίας ἀξιοῦσθαι, καθομολογεῖν, ὡς οὐκέτι ταῖς αὐτῶν συνάπτονται γαμεταῖς· ἡμεῖς τῷ ἀρχαίῳ ἐξακολουθοῦντες κανόνι τῆς ἀποστολικῆς ἀκριβείας καὶ τάξεως, τὰ τῶν ἱερῶν ἀνδρῶν κατὰ νόμους συνοικέσια, καὶ ἀπὸ τοῦ νῦν ἐῥῥῶσθαι βουλόμεθα, μηδαμῶς αὐτῶν τὴν πρὸς γαμετὰς συνάφειαν διαλύοντες, ἢ ἀποστεροῦντες αὐτοὺς τῆς πρὸς ἀλλήλους κατὰ καιρὸν τὸν προσήκοντα ὁμιλίας· ὥστε, εἴ τις ἄξιος εὑρεθείη πρὸς χειροτονίαν ὑποδιακόνου ἢ διακόνου ἢ πρεσβυτέρου, οὗτος μηδαμῶς κωλυέσθω ἐπὶ τοιοῦτον βαθμὸν ἐμβιβάζεσθαι, γαμετῇ συνοικῶν νομίμῳ· μήτε μὴν ἐν τῷ τῆς χειροτονίας καιρῷ ἀπαιτείσθω ὁμολογεῖν, ὡς ἀποστήσεται τῆς νομίμου πρὸς τὴν οἰκείαν γαμετὴν ὁμιλίας· ἵνα μὴ ἐντεῦθεν τὸν ἐκ Θεοῦ νομοθετηθέντα, καὶ εὐλογηθέντα, τῇ αὐτοῦ παρουσίᾳ, γάμον καθυβρίζειν ἐκβιασθῶμεν, τῆς τοῦ εὐαγγελίου φωνῆς βοώσης· Ἅ ὁ Θεὸς ἔζευξεν, ἄνθρωπος μὴ χωριζέτω· καὶ τοῦ ἀποστόλου διδάσκοντος· Τίμιον τὸν γάμον, καὶ τὴν κοίτην ἀμίαντον, καὶ· Δέδεσαι γυναικὶ μὴ ζήτει λύσιν. Ἴσμεν δὲ, ὤσπερ καὶ οἱ ἐν Καρθαγένῃ συνέλθοντες, τῆς ἐν βίῳ σεμνότητος τῶν λειτουργῶν τιθέμενοι πρόνοιαν ἔφασαν, ὥστε τοὺς ὑποδιακόνους, τοὺς τὰ ἱερὰ μυστέρια ψηλαφῶντας, καὶ τοὺς διακόνους καὶ πρεσβυτέρους, κατὰ τοὺς ἰδίους ὅρους, καὶ ἐκ τῶν συμβίων ἐγκρατεύεσθαι· ἵνα καὶ τὸ διὰ τῶν ἀποστόλων παραδοθὲν, καὶ ἐξ αὐτῆς τῆς ἀρχαιότητος κρατηθὲν, καὶ ἡμεῖς ὁμοίως φυλάξωμεν, καιρὸν ἐπὶ παντὸς ἐπιστάμενοι πράγματος, καὶ μάλιστα νηστείας καὶ προσευχῆς. Χρὴ γὰρ τοὺς τῷ θυσιαστηρίῳ προσεδρεύοντας, ἐν τῷ καιρῷ τῆς τῶν ἁγίων μεταχειρήσεως ἐγκρατεῖς εἶναι ἐν πᾶσιν, ὅπως δυνηθῶσιν, ὃ παρὰ τοῦ Θεοῦ ἁπλῶς αἰτοῦσιν, ἐπιτυχεῖν. Εἴ τις οὖν τολμήσοι παρὰ τοὺς ἀποστολικοὺς κανόνας κινούμενος, τινὰ τῶν ἱερωμένων, πρεσβυτέρων, φαμὲν, ἢ διακόνων ἢ ὑποδιακόνων, ἀποστερεῖν τῆς πρὸς τὴν νόμιμον γυναῖκα συναφείας τε καὶ κοινωνίας, καθαιρείσθω· ὡσαύτως καὶ εἴ τις πρεσβύτερος ἢ διάκονος τὴν ἑαυτοῦ γυναῖκα προφάσει εὐλαβείας ἐκβάλλει, ἀφοριζέσθω· ἐπιμένων δὲ, καθαιρείσθω[5].

        Por sorprendente que pueda parecer, es este texto, y solamente éste, la base que ha dado lugar a la legislación oriental vigente tanto para las iglesias cismáticas de la ortodoxia como para los católicos. En resumidas cuentas, el texto comienza declarando que se ha tomado nota de la conducta de la Iglesia de Roma, pero señala que esa conducta se aleja de lo prescrito por los apóstoles; por eso, y a pesar de que ello contraste con Roma, los miembros del concilio prefieren mantenerse fieles a lo que fuera en su momento mandado por los apóstoles y que les fuera transmitido desde la antigüedad. Ahora bien, lo mandado y transmitido es el máximo respeto a la naturaleza del matrimonio, lo cual implica de suyo el ejercicio del débito, hecha la salvedad de la abstención temporánea en orden al servicio del altar. En consecuencia, se establecen duras sanciones contra aquellos que, desobedeciendo la regla apostólica, priven a los esposos del derecho al ejercicio del débito, como así también contra el ministro ordenado que bajo apariencia de piedad ofenda la sacralidad del matrimonio rechazando a su esposa. A sostén de lo establecido, se citan algunos pasos bíblicos y se hace referencia al concilio cartaginense.

        Ahora bien, un cotejo sereno y desapasionado de los textos arroja un resultado de lo más llamativo. En efecto, el paciente lector que haya ido siguiendo el desarrollo del presente estudio, habrá podido constatar que la tradición y la legislación eclesiástica, tanto la occidental como la oriental, se pronuncia clarísimamente en la dirección opuesta a lo que piensan los miembros del trullano. En este sentido, tanto la legislación del trullano como la manera de proponerla se muestran como un salto, una inequívoca solución de continuidad con respecto a la enseñanza y a la normativa eclesiásticas; mas no sólo esto, sino que, sobre todo, llama la atención que los padres del trullano se autointerpreten como los verdaderos portadores de la enseñanza y de la norma ajustadas a la tradición, que consideren a la Iglesia occidental como transgresora de la misma, y que argumenten al respecto con argumentos de autoridad.

        Dejando de lado los textos bíblicos alegados, sesgados y totalmente fuera de propósito[6], el punto clave y decisivo es la referencia al concilio de Cartago, cuya autoridad nadie soñaba discutir. El problema, enorme problema, es que el concilio de Cartago dice exactamente lo opuesto a lo que le atribuye el trullano. El lector conoce el texto, que nos permitimos volver a citar. Se trata del canon 3:

El obispo Aurelio dijo: «Habiéndose tratado en el concilio pasado acerca de la moderación de la continencia y de la castidad [continentiae et castitatis], nos ha parecido bien que estos tres grados, que en razón de la consagración que los instituye tienen una especial obligación a la castidad, es decir, obispos, presbíteros y diáconos, […] sean completamente continentes [continentes esse in omnibus], de modo que puedan pedir con sencillez lo que desean de Dios, para que lo que los apóstoles han enseñado y lo que la antigüedad misma ha custodiado, también por nosotros sea custodiado.

Faustino, obispo de la iglesia Potentina, en la provincia del Piceno, delegado de Roma, dijo: «Parece correcto [placet] que el obispo, el presbítero y el diácono, es decir, todos los que administran los sacramentos, custodios de la castidad, se abstengan de sus esposas». Por todos los obispos fue dicho: «Es correcto que entre todos y por todos aquellos que sirven al altar sea custodiada la castidad»[7].

        Ya hemos aclarado que el «placet» es una fórmula técnica que indica la aprobación efectiva y no la expresión de un mero agrado. Ahora bien, si comparamos el texto del cartaginense con la cita que hace el trullano, veremos que el texto del trullano va «entremechando» frases del concilio cartaginense, pero recortándolas y añadiendo otras cosas. En términos técnicos, nos hallamos en presencia de gravísimas interpolaciones:

Cartago

Trullo

… obispos, presbíteros y diáconos, […] sean completamente continentes, de modo que puedan pedir con sencillez lo que desean de Dios,

para que lo que los apóstoles han enseñado y lo que la antigüedad misma ha custodiado, también por nosotros sea custodiado.

[…] todos los que administran los sacramentos, custodios de la castidad, se abstengan de sus esposas. Es correcto que entre todos y por todos aquellos que sirven al altar sea custodiada la castidad.

… los subdiáconos, que tratan con los divinos misterios, los diáconos y los presbíteros, según su turno de servicio, se abstengan de sus consortes.

De manera que lo que ha sido transmitido por los apóstoles y desde la antigüedad misma observado, también nosotros lo custodiamos, discerniendo el tiempo para cada cosa, sobre todo para el ayuno y la oración.

En efecto, hace falta que los que asisten al divino altar sean continentes en el tiempo en el que tratan las cosas santas, para que puedan obtener aquello que piden a Dios con sencillez.

        La cita está, pues, manipulada, presentada al modo de paráfrasis pero con la inserción de consideraciones que constituyen no sólo una novedad violenta contra la letra y el espíritu del cartaginense, sino una novedad contra la letra y el espíritu de toda la tradición[8]. En efecto, la referencia a los turnos de servicio y a la abstención episódica a causa de los mismos implica un retroceso hacia la visión veterotestamentaria del sacerdocio, de carácter meramente funcional y más carnal, al revés de la visión, más profunda y novedosa, del nuevo testamento, tan profunda y novedosa como novedosa es la naturaleza misma del sacerdocio del nuevo testamento, que implica una transformación y elevación ontológica de la persona en razón del carácter sacramental: no se trata de funciones asignadas, por respeto a las cuales habría que abstenerse temporáneamente según los períodos de su ejercicio, sino de una nueva manera de ser, por respeto a la cual hay que abstenerse según la nueva consistencia ontológica. La diferencia entre las dos visiones y los dos casos no puede ser mayor.

        Cómo y por qué surgió la deformación trullana, si fue por una voluntad explícita de engaño, por la interpolación de una glosa polémica, discutible y malintencionada que luego se incorporó inadvertidamente al texto, si porque se entremezclaron sin querer dos textos distintos, uno del cartaginese y otro referido a otras cosas, constituye una serie de interrogantes y de problemas cuya resolución debe quedar en manos de especialistas dotados de sano juicio eclesial, de rigurosa capacidad de investigación, de suma honestidad intelectual y totalmente carentes de toda voluntad de corrección política. En esta sede no corresponde más que tomar nota del grave disparate que dio origen a la sanción de una normativa de la cual la Iglesia occidental se limitó a tomar nota no sin gran trabajo y paciencia.

4.2. Los reclamos del egipcio Pafnucio en Nicea I

        Uno de los argumentos esgrimidos por los defensores a ultranza de la disciplina oriental, cuya extensión reclaman para la Iglesia universal, es el episodio del eremita y obispo Pafnucio[9].

        Según se cuenta, Pafnucio se habría alzado en reclamo de la opción libre con respecto a la práctica celibataria, tratando de disuadir a los padres conciliares  de la tentativa de sancionar su obligación universal y sugiriendo que la determinación más precisa de las normativas quedase supeditada a las iglesias particulares. La propuesta de Pafnucio habría sido aceptada por Nicea.

        Ahora bien, la realidad de las cosas muestra que no hay registro alguno de tales intervenciones ni de resultados que las muestren asimiladas u operantes en las legislaciones. No hay nada de ello, ni siquiera un renglón, nada, nada, nada. Eusebio de Cesarea, historiador que estuvo presente en el concilio, no hace mención alguna, y sólo cien años después, repetimos, cien años después, surgen noticias a partir del byzantino Sócrates. Sócrates afirma que, siendo joven, un hombre anciano le dijo que había estado en el concilio y que le refirió lo de Pafnucio. Ahora bien, Sócrates nació en el 380 y el concilio de Nicea fue en el 325. Si Sócrates recibió estas confidencias siendo joven, digamos hacia el 395 («joven» en esa época era la denominación para un hombre cercano a los 30; pero concedamos), el anciano que se las refirió tendría que haber sido un niño o un muchacho en la época del concilio, y no podría haber estado presente o no en manera tal de poder comprender cabalmente, como testigo conciente y pertinente, lo ocurrido en el concilio; ciertamente, no podría haber participado de manera activa y no se sabe cómo podría haber dado testimonio a partir de algo que difícilmente haya podido ver en primera persona. Si a esto se añade que entre el elenco de los padres conciliares venidos de Egipto no aparece Pafnucio alguno y que en ningún momento aparece su firma, la única conclusión posible es que no hay ningún fundamento sólido para sostener la vericidad histórica del caso-Pafnucio y que se lo debe considerar una tardía leyenda en el sentido que hoy damos a este término. Pero, sobre todo, está la realidad de que, si las cosas hubieran sido tal como pretende la leyenda, sin duda alguna los padres del trullano se habrían referido a Pafnucio, siendo los más interesados en sacar provecho de su propuesta; lo cierto es que ni ellos ni ningún defensor de la disciplina oriental entre los grandes escritores orientalistas medievales –por ejemplo, Balsamon– se han referido, jamás, al presunto episodio de Pafnucio.

4.3. Tres objeciones puntuales

        Mencionamos, antes de concluir, tres objeciones puntuales que pueden surgir, desde el estricto punto de vista exegético e histórico, a favor de la disciplina oriental y de la ulterior posibilidad de su extensión para la Iglesia universal.

        § 1. La primera dificultad se puede tomar a partir de una declaración del mismo san Pablo. En cierto momento, el reclama, como al pasar, el derecho de tener, como los demás apóstoles, también él una mujer. Cristianos evangélicos y católicos ignorantes de los más elementales rudimentos de la fe y, por eso mismo, manipulados por criterios mundanos y la cultura dominante, han hecho de ese texto un caballito de batalla para insistir acerca de este tema y criticar la práctica occidental como opuesta a las enseñanzas de la Biblia. San Pablo dice así:

He aquí mi defensa contra mis acusadores. 4¿Por ventura no tenemos derecho a comer y beber? 5¿No tenemos derecho a llevar con nosotros una mujer hermana (ἀδελφὴν γυναῖκα), como los demás apóstoles y los hermanos (ἀδελφοί) del Señor y Cefas? 6¿Acaso únicamente Bernabé y yo estamos privados del derecho de no trabajar? 7¿Quién ha militado alguna vez a cosa propia? ¿Quién planta una viña y no come de sus frutos? ¿Quién apacienta un rebaño y no se alimenta de la leche del rebaño? 8¿Hablo acaso al modo humano o no lo dice también la Ley? (1Cor 9,3-8)

        San Pablo está haciendo una autodefensa ante críticas superficiales. En ese contexto menciona una serie de derechos, de los que prefiere, por distintos motivos, no hacer uso. Entre los derechos a los que dice renunciar se elenca (v. 5) el de tener una mujer hermana. Algunas traducciones vuelcan ἀδελφὴν con «creyente» o «cristiana», sobreponiendo una interpretación personal al texto mismo, y dejando abierta la puerta para interpretar «mujer» en el sentido marital. Sin embargo, no es en este sentido en el que habla san Pablo, habida cuenta de lo que acaba de mencionar en el capítulo 7, de lo cual hemos hablado abundantemente, y de sus declaraciones en las cartas pastorales. La lectura correcta es la ya indicada por Clemente alejandrino, que hacía notar cómo «hermana» estaba añadido para despejar toda duda acerca del tipo de compañía al que tenían derecho los apóstoles en orden al ejercicio de su ministerio. Remitirse a este texto para deponer en favor de la disciplina oriental carece, pues, de toda seriedad.

        § 2. Una afirmación problemática, y anterior al concilio de Nicea, aparece en el concilio de Ancyra, hoy Ankara, del 314:

Los promovidos al diaconado, si en la ordenación confiesan y dicen que necesitan casarse, pues no pueden permanecer así [es decir, guardar la continencia], y que luego [de todos modos] se casarán, sigan en el servicio, supuesto el permiso del obispo. Pero los que no dijeron nada y en la ordenación se han comprometido a permanecer así [a guardar la continencia], si después van a casarse deberán ser privados del [ejercicio del] diaconado[10].

        El texto parecería afirmar que los diáconos que hayan declarado su incapacidad de permanecer continentes, pueden proceder a ser ordenados y, ulteriormente, casándose, mantener el derecho al ejercicio del débito, supuesto para todo ello el permiso del obispo. Sin embargo, semejante interpretación es el fruto de una lectura veloz, distraída, superficial y totalmente ajena al contexto: lo que dice el texto es otra cosa, y bien distinta. En efecto, el texto se refiere a que, al hacer esta declaración, los candidatos renuncian a ser ordenados, justamente para poder casarse y seguir teniendo derecho al débito. El permiso que el obispo concede es el de mantenerse en el servicio que ejercían como clérigos, bajo uno de los grados inferiores del orden sagrado –el de cantores o lectores, que ya poseían–, pero no como diáconos ni, mucho menos, como presbíteros. Es de esto de lo que el texto habla y no de lo que pretenden quienes se valen de él para proponer la superficial objeción. De no ser así, queda a cargo de ellos explicar por qué no se han basado también en él los padres del trullano y, sobre todo, deben dar cuentas de la flagrante contradicción en la que incurre el canon 10 en pocos renglones, al permitir a unos que se casen y al privar a otros del ejercicio, previendo que algunos candidatos silenciarán la dificultad de vivir la continencia para poder llegar a la ordenación y que luego de todos modos querrán casarse y ejercer el débito: ¿qué necesidad tendrían éstos de mentir si habrían podido contar de todos modos con el permiso? Una contradicción evidente y una situación absurda, que surge solamente a partir de la lectura superficial, y violenta, que denunciamos. En conclusión, mal que les pese a los objetores, el concilio de Ancyra constituye un argumento más a favor de la disciplina tradicional, justamente porque niega el acceso a la ordenación a quienes no se comprometan a la continencia o remueve del ejercicio del orden a quienes transgredan el compromiso.

        § 3. Una dificultad similar, aunque más bien indirecta, surge a partir de un texto del Concilio de Gangra, de la segunda mitad del siglo IV. Se trata del canon 4, que establece una dura sanción:

Si alguno discierne que cuando celebra la liturgia un presbítero casado [παρὰ πρεσβυτέρου γεγαμηκότος] no se debe recibir la comunión, sea anatema[11].

        Ahora bien, objetar a partir del canon 4 del concilio gangrano constituye un ejemplo perfecto de lo que es desconocer un contexto. En efecto, el propósito del concilio era el de contrarrestar la herejía tendencialmente gnóstica del semiarriano Eustacio, quien condenaba el matrimonio como cosa reprobable y obligaba a sus adeptos a separarse; lógica consecuencia práctica de este principio era el rechazo de la oración en común con los casados y, en particular, la recepción de la comunión distribuida por presbíteros casados, a quienes, a causa del matrimonio, se consideraba indignos. Ni una sola palabra hay en este canon acerca de la eximición de la obligatoriedad de la continencia o bien del derecho al ejercicio del débito, sino que el texto sale al encuentro de los desvaríos espiritualoides de Eustacio, reafirmando la dignidad del presbiterado en cuanto tal.

*    *    *

        Pasando a trazar las líneas conclusivas del presente estudio, quisiéramos volver a señalar ante todo los precisos objetivos que lo identifican. No se trataba de hablar de las excelencias de la castidad consagrada, de su incuestionable conveniencia para dedicarse a la contemplación y elevar el alma, ni tampoco de abrir discusiones de segundo orden con cristianos occidentales no católicos o de empezar a intercambiar opiniones en abstracto acerca de «si los curas se tienen que casar o no» con pobres católicos estafados por más de cuarenta años de vacío de instrucción catequética y de ilustración homilética, cuyos referentes para la vida no son ya el magistero o los santos sino superficiales, cuando no siniestros, personajes de la farándula, del periodismo y de la política. El objetivo era, en cambio, el de mostrar la profunda raigambre exegética, apostólica y tradicional del vínculo que une estrechamente el orden sagrado y la continencia perpetua.

        Así, a partir de un análisis directo de los principales textos y de sus respectivos contextos, no sólo bíblicos sino también patrísticos y disciplinares, se impone de manera inapelable la conclusión de que desde el inicio la continencia ha sido una norma asumida por la Iglesia entera como recibida directamente de los apóstoles. Desde ya: una cosa es la disciplina originaria de la continencia perpetua post consecrationem y otra cosa la opción por la norma celibataria como única vía de acceso al sacramento del orden, una norma cuyo origen, si bien antiguo, es con respecto a la otra algo mucho más reciente; no es del origen de esta última de lo que se hablaba, sino del carácter originariamente apostólico del compromiso de la continencia como requisito vinculante para acceder al ministerio.Este compromiso no constituye –¿cómo podría?– un dogma de fe, sino que se trata de una cuestión disciplinar: sin embargo, se trata de una disciplina apostólica basada en la naturaleza intrínseca del ministerio cuyo ejercicio regula. Vanas se muestran, pues, las objeciones «escriturísticas» que pretenden contradecir esta verdad, totalmente infundado todo presunto apoyo en la disciplina vigente en los primeros siglos para oponerse a ella; de una superficialidad cuya gravedad nos resulta difícil exagerar la pretensión de mantener la posición buscando refugio en las peregrinas disposiciones del trullano que dieran origen a la disciplina oriental aún hoy vigente.

        Por supuesto: una demostración rigurosa y precisa nada podrá contra la voluntad terca de quien no quiere ver, o de quien se cree que está al mando tan sólo porque se encuentra arriba de una ola, sin advertir que está siendo arrastrado por el mar, siendo su vil esclavo. Por eso hacíamos las advertencias del inicio: quien haya perdido irremediablemente el sentido de lo sacro, quien ignore el profundo significado de la naturaleza sacramental constitutiva del orden sagrado, quien desconozca la intrínseca trascendencia de esa misteriosa realidad que llamamos Iglesia católica, quien piense que la palabra decisiva acerca de estas cosas no la tiene ni Dios, ni la Sagrada Escritura, ni la Tradición, ni el Magisterio, sino el dictamen de los tiempos, no podrá jamás asimilar ni aceptar estas conclusiones. Y por eso el escrito estaba dirigido a católicos de buena fe y a hombres de buena voluntad que quisieran con honestidad informarse acerca de esta cuestión. Porque quien, pastor o laico, se deja manipular por el dictamen de los tiempos, sobre todo por el reciente imperativo cultural del presunto derecho universal a la gratificación sexual, edifica sobre la carne, volviéndose incapaz de apreciar las cosas del espíritu. Y cosecha corrupción (Gal 6,8).

 

P. Dr. Christian Ferraro

21.11.2019

Presentación de la Santísima Virgen María

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* Nota bibliográfica

        Todos los textos bíblicos, de los Papas, de los concilios y de los Santos Padres han sido leídos y estudiados de primera mano, en su lengua original, según ediciones serias y confiables.

        Entre los estudios, libros y artículos que constituyen la referencia obligada para un abordaje serio del argumento se pueden indicar los siguientes. Señalamos, de manera especial, el estudio de Stickler:

Bonivento C., Il celibato sacerdotale. Istituzione ecclesiastica o tradizione apostolica?, San Paolo, Cinisello Balsamo 2007.

Cholij R., Clerical Celibacy in East and West, Gracewing, Leominster 1989.

Cochini C., «Il celibato sacerdotale nella Chiesa latina», en Celibato e magistero, San Paolo, Cinisello Balsamo 1994, 33-103.

Gryson R., Les origines du célibat ecclésiastique du premier au septième siècle, Duculot, Glemboux 1970.

Heid S., Zölibat in der frühen Kirche. Die Anfänge einer Enthaltsamkeitspflicht für Kleriker im Ost und West, Schöningh, Paderborn 2007.

Stickler A. Card., «El celibato eclesiástico. Su historia y sus fundamentos teológicos», Scripta Theologica 26 (1/1994) 13-78; = The Case for Clerical Celibacy: Its Historical Development and Theological Foundations, Ignatius, San Francisco 1995.



[1] Para el desarrollo de este punto, cfr. A. Card. Stickler, «El celibato eclesiástico. Su historia y sus fundamentos teológicos», Scripta Theologica 26 (1/1994) 13-78, especialmente el detallado y profundo análisis en pp. 48-62; C. Bonivento, Il celibato sacerdotale. Istituzione ecclesiastica o tradizione apostolica?, San Paolo, Cinisello Balsamo 2007, 77-84.

    Aprovechamos la indicación bibliográfica para señalar que, lamentablemente, y como era de prever, el estudio de Bonivento no ha tenido la aceptación que mereciera a causa, entre otras cosas, de haber sostenido que la exigencia de la continencia perpetua sigue aún hoy en vigencia también para los diáconos permanentes casados, ministerio cuya reciente (re)institución se remonta al CVII. Era, ciertamente, de esperar que semejante postura, por cuanto presentada a partir de un serio y concienzudo análisis de textos y contextos, haya debido enfrentar la oposición pertinaz de quienes han procurado promover la institución del diaconado permanente bajo el pretexto o excusa de volver a la disciplina y estructura originaria de la Iglesia, pero con el íntimo deseo y propósito de ir sentando las bases para eliminar la exigencia del celibato obligatorio del presbiterado. Ahora bien, si de verdad se quisiera volver a la disciplina originaria, el ministerio del diaconado permanente tendría que estar en función del servicio de las mesas (es decir, de la atención específica a los pobres, ir a proporcionar y distribuir en primera persona ayuda a los sin-techo, gestionar y servir activamente en instituciones eclesiásticas tipo Caritas, etcétera) y no para que algunos hombres casados y que hacen uso del débito conyugalpuedan darse el gusto de cumplir un rol litúrgico presidencial o cercano a ello –salva manifiesta necesidad por ausencia del presbítero, que es otro cantar–. Pero hoy en día asistimos a la curiosa situación de que, abanderados en la lucha por la defensa de los derechos del pobre, curas fervorosos de carenciada formación juegan a ser laicos, mientras que laicos fervorosos mal orientados juegan a ser curas –sin darse cuenta de que, muchas veces, se prestan, sin quererlo, a una instrumentalización que los subordina a la puesta en práctica de un proyecto ideológico de largo plazo–. Así, tenemos presbíteros que abandonan el altar para embarcarse en la lucha por la justicia social, mientras que quienes tendrían que estar inmersos en la misma, mantienen su vida civil habitual y semejante a la del resto de los hombres incluso no creyentes, al mismo tiempo que suben al altar para canalizar abstractamente veleidades de santidad. Una más de las graves distorsiones características de nuestro tiempo, carente por cierto de todo fundamento histórico, patrístico, canónico y teológico, y amparada solamente en la voluntad pertinaz de quienes se valen de un puesto jerárquico para imponer con arbitrariedad impune una preferencia personal ideológicamente deformada.

[2] Llama la atención la mención a las actrices. ¿Será que desde esa época la obtención de un lucro económico a partir de la gratificación sexual meramente visual se consideraba una manera, moderada pero cierta, de prostitución? ¡Vaya tiempos!

[3] Concilium Trullanum, enJuris ecclesiastica græcorum historia et monumenta iussu Pii IX Pont. Max., ed. J. B. Pitra, typis colegii Urbani, Romæ 1868, t. II, 39.

[4] Cfr. E. Brunet, «Il ruolo di papa Gregorio II (715-731) nel processo di ricezione del concilio Trullano o Quinisesto (692)», Iuria Orientalia 3 (3/2007) 51. La autora del tendencioso artículo habla de «… quella formula di compromesso del “matrimonio bianco”, che imponeva la castità al clero sposato».

[5] Concilium Trullanum, enJuris ecclesiastica…, t. II, 30-31.

[6] Se omiten los textos más decisivos y que explícitamente tratan del tema, mientras que se proponen otros que lo afectan sólo indirectamente; la argumentación bíblica propuesta por el trullano vale tanto como la de cualquier evangélico-bautista de a pie, algo así como basarse en que Dios le dijo a Adán y Eva «creced y multiplicaos» para destruir el encratismo consagrado, con ignominiosa, infantil y crasa ignorancia de textos y de contextos.

[7] CCSL 149, p. 101-102, lin. 17-31.

[8] Stickler se inclina a pensar que hubo una manipulación voluntaria, facilitada por la dificultad en verificar el texto latino original sobre el que se hacía la paráfrasis. Cfr. A. Stickler, «El celibato eclesiástico…», 59.

[9] Cfr. A. Stickler, «El celibato eclesiástico…», 49-50.

[10] Διάκονοι, ὅσοι καθίστανται, παρ’αὐτὴν τὴν κατὰστασιν εἰ ἐμαρτύραντο καὶ ἔφασαν χρῆναι γαμῆσαι, μὴ δυνάμενοι οὕτω μένειν, οὗτοι μετὰ ταῦτα γαμήσαντες, ἔστωσαν ἐν τῇ ὑπηρεσίᾳ, διὰ τὸ ἐπιτραπῆναι αὐτοὺς ὑπὸ τοῦ ἐπισκόπου. Τοῦτο δὲ εἴ τινες σιωπήσαντες, καὶ καταδεξάμενοι ἐν τῇ χειροτονίᾳ μένειν οὕτω, μετὰ ταῦτα ἦλθον ἐπὶ γάμον, ἀπαῦσθαι αὐτοὺς τῆς διακονίας (Concilium Ancyranum,§ 10; Pitra, I, 445).

[11] Concilium Gangrensis, § 3; Pitra, I, 489.

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