Calzada, pero sin anillo


A la hora más torera, las cinco en punto de la tarde, salí con los prismáticos al cuello para saludar a los pájaros de El Soto. La lluvia había cesado, y el césped del jardín resplandecía como una esponja verde empapada. Yo, como no llevaba las botas de pajarero, me limité a pasear por los caminos de piedra. 
Junto al portón de entrada a la finca, un ruiseñor macho cantaba a pleno pulmón para marcar su territorio y proteger el nido, en el que la hembra ya había comenzado a incubar los huevos.  Por la hierba correteaban agitando la cola media docena de lavanderas blancas. Los verdecillos, tras comprobar que el sol había tomado el poder, empezaban a situarse en lo más alto de los árboles más pequeños para cantar a coro, como suelen hacerlo, y celebrar con su música tímida el lento despertar de la primavera. 
De pronto un gorrión común se colocó a mi lado. Era un passer domesticus como los que andan por Madrid. Me conmoví al verlo; casi no quedan gorriones y los pocos que hay van en pequeñas bandadas siempre por lugares habitados. Donde no hay hombres tampoco suele haber gorriones. Por eso me llamó la atención verlo tan lejos de su hábitat natural: 
—¿Se puede saber qué se te ha perdido por aquí? 
—Huyo de la campaña electoral —me respondió—. 
─Te comprendo, colega. 
El pájaro echó a volar y le seguí con la mirada unos segundos. 
Entonces la vi. Era el águila calzada de las cinco. No podía ser la misma que anillé con mis propias manos hace casi treinta años cuando aún estaba en el nido; pero tal vez era su hija o su nieta. 
El águila calzada es la más pequeña de las águilas europeas. Es un ave bellísima que pasa los inviernos en el centro de África y regresa puntual en primavera. La que yo anillé volvía todos los años con su pareja al pinar que hay junto a la casa de retiros, y tomaba posesión de uno de los tres nidos que había dejado en otoño. Luego, todas las tardes, a las cinco en punto, volaba a poca altura en el linde del bosque para dejarse ver por mis prismáticos. Gracias a la anilla, que brillaba en su pata derecha, podía identificarla con seguridad. 
No sé cuánto duró ese juego; quizá cuatro o cinco años. Un verano falté yo a la cita y todo acabó. ¿Pero, terminó de verdad? Tengo para mí que el águila de hoy me trae un mensaje desde el cielo de los pájaros. Y dice así: 
─El anillo que regalaste a mi madre era un compromiso. Ella murió de pena el año en que tú faltaste a la cita; pero ahora me toca a mí recordarte que no estás tan viejo como para olvidarte del campo. Debes “mirar las aves del Cielo” como dijo Jesús, y esperar cada primavera nuestro regreso. Nosotras no faltamos nunca.    

05:39

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