Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas. Tralará. Es curioso, en un mundo donde se vende la libertad por todos sitios, estamos cada vez más esclavizados.
Se nos entusiasma con una libertad libertaria con la que nos da la impresión de dominar la situación, de ser nosotros mismos, cuando en realidad nos tiene aprisionados en nuestras ocurrencias, en nuestro “me da la gana”.
Y somos cómodos y somos caprichosos. ¿No se trata de eso? Secuestremos la libertad, Bienvenidos los sucedáneos, el pensamiento único, lo que se lleva, lo que está de moda, lo que marcan las redes sociales. Y todos tan contentos. Luego la igualdad. Todos iguales, con una igualdad de perfil bajo en la que resultan molestos los que se apartan de la medianía y suben el nivel.
La excelencia, con estos planteamientos, acaba siendo sospechosa: no hay que salirse del guión, porque, si no, parecería que vamos por libre y no acogemos los ideales del mundo en el que nos movemos: la democracia, el progreso, la ciencia que lo explica todo…
Con todo este tsunami que nos va arrastrando, uno se mira al espejo y se pregunta si el raro no será él. Si será cierto que somos culpables de agarrarnos a cosas que uno diría que le sirven: la lealtad, la naturalidad de trabajar con alegría y sin que obsesione, el llamar a los padres padres, a las madres madres, el creer en el matrimonio entre el hombre y la mujer, así, tal cual, el valorar la vida y defenderla...
¿Será que soy retrógrado, fascista, y no me he enterado? Líbranos Señor, de tan gran pecado. Aunque no queramos admitirlo, todos esos modos de actuar desembocan en el gran invento de los últimos años: lo políticamente correcto. El estado o la sociedad, nos dice lo que hay que pensar para no desentonar, para ir a la última, para no quedarnos anclados en lo que no es progresista, en lo pasado, en lo que nos intentan vender como rancio.
Y entramos por ahí porque, en el fondo, nos asusta ir contra corriente, sin darnos cuenta de que todo eso, en lo que se supone que todos están de acuerdo, son, al fin y al cabo, cadenas que nos aprisionan y nos convierten en tontos útiles.
Antes de hablar, quien más y quien menos se tienta la ropa y le da vueltas: ¿qué pensarán de mí? ¿tomarán represalias si no les gusta? ¿será esto molesto para alguien? ¿me cortará mi trayectoria? Entonces ¿decimos lo que pensamos? Decimos más bien lo que los demás quieren oír. ¿Mentiras? Algo peor, una autocensura impuesta que trivializa el pensamiento hasta borrarlo, que se olvida de la audacia, de la valentía de suscitar pensamiento libre, aun con el riesgo de equivocarse.
¿Los filósofos, los pensadores? ¿Quién los necesita? ¿Sirven para algo? Cómodos en la sociedad del rebaño. Nos ocurre como con la historia del traje nuevo del emperador: que acabamos diciendo que el emperador viste un traje preciosísimo, y resulta que va desnudo.
Llegados aquí surge la gran tentación: empieza uno a dudar si será conveniente o no poner algo así por escrito. Cualquiera sabe. Siempre será una ventaja saber que, como se lee poco, tampoco pasa nada. Pero no entremos por ahí que acabaremos haciéndoles el juego. Así que, ahora que estamos despacio, vamos a contar mentiras. Las que nos aprisionan. Tralará.
Alfonso Sánchez Rey
religionconfidencial.com
Juan Ramón Domínguez Palacios
http://enlacumbre2028.blogspot.com.es
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