Si me lee algún antiguo compañero agustino, recordará sin duda al P. Ramiro Fincias. Le gustaba echar su partidita de vez en cuando y no se le daba mal el mus. Para los que no lo conocen, digamos, simplemente, que es un juego de apuestas, no de dinero, sino de puntos. Ante la apuesta de un jugador, se puede aceptar, declinar o responder aumentando la cantidad. Cuando el P. Ramiro aumentaba la apuesta y el otro se echaba atrás, su expresión, que no sede dónde la habrá sacado, era “se ha aciruelado”.
La prudencia es virtud cardinal de no fácil práctica. Ser prudente ante los acontecimientos de la vida y de la historia, ser prudente ante los conflictos para responder de manera tan proporcionada como eficaz, es virtud solo al alcance de algunos. El problema es que podamos tener la impresión de que en nuestra Iglesia nos hemos hecho tan prudentes que más que ser virtuosos simplemente nos estemos aciruelando.
Ya saben, eso de que nunca pasa nada. Y el caso es que pasa, aunque sea despacito, que diría la canción. Un belén que no se coloca, un nacimiento destrozado, pintadas, gritos en los templos, la femen de la Almudena absueltas, cada vez más dificultades para impartir y garantizar las clases de religión, voces de crítica permanente, burlas a lo católico en algunos ambientes y casi de continuo. País, España, de supuestas libertades, donde se puede defender lo indefendible pero donde, a la vez, hablar de Dios y, sobre todo, hablar de Iglesia Católica te hace merecedor de todas las burlas.
Poco a poco nos van sacudiendo. Despacito (con música, por favor). Y aquí jamás pasa nada. Poco a poco, despacito, ya saben, que si la financiación, que si el IBI, que si los capellanes, que si los supuestos privilegios económicos de la Iglesia católica, que si el dinero, que nos paga, que es mentira, pero repite, repite, que algo queda.
Alguna vez decimos algo, siempre despacito, muy despacito, por la cosa de ser prudentes y no molestar, tan prudentes, tan comedidos, tan delicados, que eso y nada es exactamente lo mismo. Quiero comprender que uno, desde sus pueblos, lo tiene fácil para decir lo que le dé la gana, habida cuenta de que es poco lo que se juega. Quizá desde otras eclesiales alturas las cosas se vean de otra manera que un simple cura de, más que de pueblo, prácticamente aldea, pueda llegar a percibir.
Dicho esto, necesitamos más arrojo. En predicar, en defender la fe, en exigir derechos, en hablar de Cristo. Lo de hablar con voz bajita, omitir verdades esenciales, callar de temas como la gravísima ideología de género, tolerar lo no siempre fácilmente tolerable, conformarnos con un barniz de solidaridad pensando que así nos van a aplaudir (lo harán, y pronto, en la cara), sonreír y ser campechanos, callar e ir tirando, no es prudencia. Es simplemente aciruelarse. Y estamos siendo expertos.
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