El amor de Jesús por nosotros le lleva a entregar su vida en la cruz. Y allí subió con todos nuestros dolores para transformarlos. También con los de la pandemia que nos aflige. Acompaño mis reflexiones.
Seguir a Jesucristo no se reduce a escuchar una enseñanza y tratar de ajustar nuestros pasos a ella solamente. Es, recuerda el Papa Juan Pablo II, “algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino” (Veritatis Splendor, 19). Y esto, como ocurre en el amor humano auténtico o con la entrega a una causa grande y noble, es inseparable del sacrificio, del olvido de sí mismo. En-amorarse, es salir del estrecho círculo del yo y comprometerse, meterse en-el-otro/a, en-amorarse.
Seguir a Jesucristo, no haciendo ascos al sacrificio que puede comprometer la salud, el descanso, tal vez el futuro..., es un don, una luz de Dios que transforma radicalmente al alma que comprende que de nada “sirve ganar el mundo entero si malogra su vida” (Ev.). Es ese don que llevó a afirmar al Bautista: “conviene que Él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30), y que S. Pablo nos propone en la 2ª Lectura de hoy: abandonar los dictados de la concepción mundana y convertirse “por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno”.
“En el amor de amistad, enseña Sto Tomás, el amante está en el amado en cuanto juzga como suyos los bienes o males del amigo, y la voluntad de éste con la suya; de modo que parece sufrir en su amigo los mismos males y poseer los mismos bienes” (S. Th I-II,q. 48). El seguimiento de Jesucristo implica una identificación total con su persona, de modo que llegue un momento en que, con la ayuda de lo alto, podamos afirmar que Cristo vive, piensa, habla, quiere y actúa en nosotros.
Amar a Jesús y, por Él, a quienes nos rodean esforzándonos por extender su reinado en el mundo, no es renuncia sino ganancia. Es poner el corazón en Dios, en la Iglesia, en la suerte temporal y eterna de la Humanidad y no en proyectos egoístas. Este modo de vivir conduce -como a los enamorados- a la alegría, la satisfacción profunda de estar gastando la vida en un proyecto divino que engloba el deseo de un mundo más humano y mejor. Incluso la experiencia de la propia debilidad que, en ocasiones, protesta interior o exteriormente por el peso de esta tarea, no empaña esa alegría de fondo del que se sabe una sola cosa con Jesucristo. “Con gusto, decía S. Pablo, me gloriaré en mis flaquezas, para que haga morada en mí el poder de Dios. Por cuya causa yo siento alegría en mis enfermedades, en los ultrajes, en las necesidades, en las angustias por amor de Cristo; pues cuando estoy débil, entonces soy más fuerte” (2 Cor 12,9-10).
Por contra, “Lo que verdaderamente hace desgraciada a una persona -y aun a una sociedad entera- es esa búsqueda ansiosa de bienestar, el intento incondicionado de eliminar todo lo que contraría. La vida presenta mil facetas, situaciones diversísimas, ásperas unas, fáciles quizá en apariencia otras. Cada una de ellas comporta su propia gracia, es una llamada original de Dios: una ocasión inédita de dar el testimonio divino de la caridad” (S. Josemaría Escrivá).
Preguntémonos al hilo de estas consideraciones: ¿Hago míos los intereses de Jesucristo y de la Iglesia o tienen prioridad los exclusivamente míos? ¿Qué estoy haciendo en concreto y todos los días para que el Señor sea conocido y amado? ¿Me preocupa la ignorancia y la indiferencia religiosa que palpo a mi alrededor y procuro con mi ejemplo y mi conversación conjurarla? “Hermanos: os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable”. Atendamos este llamamiento que nos hace hoy San Pablo en la 2ªLectura.
Jr 20,7-9: «La Palabra del Señor se volvió oprobio para mí»
Sal 62,2.3-4.5-6.8-9: «Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío»
Rm 12,1-2: «Ofreceos vosotros mismos como sacrificio vivo»
Mt 16,21-27: «El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo tome su cruz y me siga"
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