Hoy, tercer domingo de mes, tenemos retiro en mi casa y, como es habitual, me toca predicar dos de las tres meditaciones. No me supone un gran esfuerzo. Con el paso del tiempo, hacer la oración en voz alta —en eso consiste dar una meditación— resulta cada día más fácil. Ya no me queda nada que aquella timidez de mis primeros años de sacerdote.
Hay sólo seis personas en el oratorio y todos nos conocemos bien. Ellos saben de memoria mis defectos; son testigos habituales de mis miserias y de los "triunfos" que uno se adjudica estúpidamente olvidando que el único vencedor de esas batallas es el Señor.
Los temarios de las meditaciones han cambiado muy poco en estos años. En el mes de octubre toca hablar de "Recomenzar", un título ambiguo que puede sonar estimulante cuando uno es joven o desalentador cuando se encamina hacia el final.
Ayer, mientras preparaba la meditación, pensé en esos cientos de miles de personas que huyen de la guerra, de la persecución o de la pobreza y desembarcan en pateras en nuestras costas o tratan de llegar a los países ricos de América del norte en busca de una nueva vida. Con frecuencia llegan sin nada. Han dejado atrás hasta su identidad. No quieren ser reconocidos para evitar que los devuelvan a su país de origen. Su documentación es el hambre, la miseria y quizá también la esperanza. Ellos sí que sueñan con "volver a empezar".
Me digo a mí mismo que "recomenzar" es una palabra tramposa, porque sólo se empieza una vez. Si tratamos de volver al punto de partida comprobamos que nada es como entonces. El paisaje de nuestros recuerdos ya no existe; la capacidad de entusiasmo se nos ha atrofiado; ya no tenemos la energía de entonces; y las ilusiones primeras se nos antojan quiméricas. Todo parece conducirnos al escepticismo, incluso al cinismo.
Y, sin embargo, en la vida espiritual siempre es posible recomenzar. San Juan, en el Apocalipsis, lo proclama con claridad:
—Yo hago nuevas todas las cosas.
Habla el Apóstol de los nuevos Cielos y la nueva tierra que Dios nos prepara al final de los tiempos; pero también ahora podemos experimentar esa renovación total de la que habla la Escritura. En el Sacramento de la Penitencia no sólo se nos perdonan los pecados; también se curan las heridas, se rejuvenece el alma y la Gracia Santificante nos regala una nueva vida. Volvemos, de verdad, al kilómetro cero, y podemos decir al Señor:
—¡Ahora empiezo! Estoy dispuesto a luchar como el primer día. Ayúdame a recordar mis viejas caídas sólo para pedirte perdón otra vez, no para angustiarme pensando que no tengo remedio.
(Así he comenzado el retiro. El resto fue más fácil)

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