Todos los sábados, al final de la Exposición y bendición con el Santísimo Sacramento, en los centros de la Obra cantamos la Salve a la Santísima Virgen. La Salve popular —la que todos conocen— trae aires de romería, de fiesta en el campo. La Salve solemne engrandece al que la escucha; uno se siente transportado a la antesala del Cielo. No quisiera exagerar. Ojalá yo fuera capaz de entonarla como hace treinta o cuarenta años y concluir el canto modulando la oración final con las notas justas y la voz limpia de telarañas.
Hoy, sábado y último día de la convivencia, hemos cantado la Salve popular. Después de unos tímidos carraspeos, las gargantas han respondido dignamente. No somos una gran coral, pero el canto gregoriano tampoco requiere una técnica depurada; basta con cantar bajito, siguiendo al que tenemos al lado, sin tratar de destacar entre el grupo. Y rezar con cada palabra, convertir cada nota de la melodía en un piropo a la Reina y Madre.
Al terminar, he sacado unpropósito: comentar esta preciosa oración en el globo. Lo podría hacer en seis o siete entradas. Ya veré cuándo y cómo empiezo. Hoy escribo estas líneas solo para comprometerme.
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