El pasado 19 de agosto falleció en Madrid, a los noventa y seis años, el sacerdote diocesano D. Miguel Alfayate Nistal.
Un sacerdote anciano más. Uno más de la lista de fallecidos de cada año. Lo traigo a colación porque fue el sacerdote que me administró el bautismo y con el que me inicié como monaguillo con apenas seis añitos recién cumplidos. Personalmente me enteré al día siguiente de su entierro por su sobrina, que así se lo comunicó a mi hermana, amigas de la infancia.
Si se ha hablado muchas veces de la soledad del sacerdote, esta se hace aún más profunda y triste en su vejez. Mientras estamos en la parroquia o en activo, siempre tenemos a alguien, gente con la que conversar, personas que nos saludan, que se dirigen a nosotros por una causa u otra. Llega el día de la jubilación canónica, llega el día de dejar la casa parroquial o el de acudir a una residencia, en una residencia estaba D. Miguel, y todo se acaba. Salvo alguna persona, algún sobrino… Soledad.
Hoy me ha dado por acordarme de D. Miguel y con él de tantos sacerdotes buenos, trabajadores, de buena voluntad, que se dejaron su vida sacerdotal con mayor o menor acierto en los lugares donde su obispo quiso.
Debió estar en Miraflores de la Sierra, mi pueblo, como párroco, entre los años 1953 y 1962. Llegó como párroco, digamos, interino, y ganó la parroquia por concurso, así se hacía entonces, en 1957. Hombre formado en el seminario de Comillas, donde las diócesis enviaban a los más capaces, con fama de estricto, serio, de vida pastoral muy bien fundamentada. Se encontró en Miraflores con un templo parroquial desangelado tras los desastres de la guerra civil, con la quema de todos sus retablos, incluyendo el renacentista retablo mayor. D. Miguel se empeñó en adecentar la iglesia parroquial hasta conseguir colocar un nuevo retablo, réplica casi exacta del original, que fue inaugurado en 1955. Me contaba que el nuevo retablo fue costeado por todo el pueblo, vecinos y colonia veraniega, que solo él sabía lo aportado por cada uno, y que eso era su secreto, que a nadie importaba.
Cuento todo esto de D. Miguel como lo podría hacer de cualquier otro sacerdote que ha fallecido en su ancianidad. Y lo cuento animando a todos los fieles a seguir queriendo, cuidando, mimando a sus curas, también, sobre todo, a los ancianos, y a tener un recuerdo agradecido hacia aquellos que estuvieron presentes a nuestro lado en los momentos especiales de nuestra vida: el cura que me bautizó, el que me dio la primera comunión, el que acogió antas veces mi confesión y mis dudas, el que bendijo el matrimonio o atendió a los padres al final de sus vidas.
Hoy quiero manifestar mi público agradecimiento a D. Miguel, que me bautizó, a D. Julio, que escuchó mi primera confesión y me administró la primera comunión, a D. Antonio Pérdigo, el cura de mi adolescencia y que supo de mis inquietudes vocacionales, a Antonio Ruiz, mi párroco cuando fui ordenado sacerdote… y al resto de compañeros que, allí en mi pueblo, me han ayudado, nos han ayudado a ser fieles a Jesucristo: Antonio, Manolo, Pedro, Andrés… Que Dios os lo pague.
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