A partir de hoy, y hasta el día 17, el hilo conductor de las lecturas lo llevará el evangelio de cada día, con la figura de Juan Bautista, el precursor del Mesías. Mientras que las lecturas del A.T. nos Irán completando el cuadro de los pasajes evangélicos.
Si Isaías había sido hasta ahora quien nos ayudaba a alegrarnos con la gracia del Adviento, como admirable profeta de la esperanza, ahora es el Bautista quien, tanto en los domingos como entre semana, nos anuncia que se acaba el A.T. y el tiempo de los profetas, que con Jesús de Nazaret empiezan los tiempos definitivos. Más tarde será María de Nazaret quien nos presente a su Hijo, el Mesías enviado por Dios.
1. Dios asegura de nuevo que estará cerca de su pueblo, con un lenguaje lleno de ternura: «yo, el Señor, tu Dios, te cojo de la mano y te digo: no temas, yo mismo te auxilio», «y tú te alegrarás con el Señor». Las imágenes que usa el profeta para dibujar esta salvación mesiánica están llenas de poesía y de futuro. Dará de beber a los sedientos, responderá a todo el que le invoque, hará surgir ríos en terrenos áridos, transformará el desierto llenándolo de árboles de toda especie. Es, de nuevo, la escenografía paradisíaca: la vuelta a la felicidad inicial estropeada por el pecado del hombre.
En la página que leemos hoy es a todo el pueblo de Israel a quien se dirige Dios diciéndole que le convertirá en trillo aguzado, o sea, en instrumento eficaz de preparación a los tiempos mesiánicos, roturando y preparando el terreno para la salvación. Dios cuida de su pueblo y a su vez éste es llamado a ser instrumento de salvación para los demás.
2. Ese Dios volcado hacia su pueblo decidió, al cumplirse la plenitud de los tiempos, enviar a su Hijo al mundo. Y quiso también que su venida estuviera preparada por un precursor, Juan Bautista.
Hemos escuchado cómo Jesús alaba a Juan. Dice de él que es el profeta a quien se había anunciado cuando se decía que Elías volvería. Ya ha venido, aunque algunos no le quieran reconocer. Y es el más grande de los nacidos de mujer.
El Bautista es el último de los profetas del A.T., el que establece el puente a los tiempos nuevos, los definitivos. Por eso dice también Jesús que «el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él»: ahora que viene el Profeta verdadero, todos los demás quedan relativizados; ahora que se congrega el nuevo Pueblo en torno al Mesías, ha llegado a la plenitud el pueblo primero, la primera alianza.
Aprovecha Jesús para decir que su Reino supone esfuerzo, que hace violencia. Sólo los esforzados se apoderan de él. Es un orden nuevo de cosas exigente y radical. El Bautista ya anunció que el hacha estaba dispuesta para cortar el árbol. El Reino es gracia y es alternativa: salvación y juicio a la vez.
Él, el Bautista, hombre recio donde los haya, fue de los que recibieron con entereza este Reino. Supo mantenerse en su lugar, humilde: «conviene que yo mengüe y que él crezca», porque no era él el Salvador, sino el que le preparaba el camino. Vivió en la austeridad y predicó sin recortes el mensaje de conversión. Fue la voz que clama en el desierto para preparar la venida del Mesías. Además, encaminó a sus discípulos hacia Jesús, el nuevo y definitivo Maestro: «éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo».
3. a) Juan el Bautista nos invita a un Adviento activo, exigente.
Celebrar la venida de Dios, en la próxima Navidad, no es sólo cosa de sentimiento y de poesía. La gracia del Adviento, de la Navidad y de la Epifanía pide disponibilidad plena, apertura a la vida que Dios nos quiere comunicar. Supone, como predicaba Isaías y repetía el Precursor, preparar caminos, allanar, rellenar, enderezar, compartir con los demás lo que tenemos, hacer penitencia, o sea, cambiar de mentalidad.
Si Navidad no nos cuesta ningún esfuerzo, será seguramente porque no hemos profundizado en su significado sacramental. El don de Dios es siempre a la vez tarea y compromiso. Es palabra de consuelo y de conversión.
b) En la Plegaria Eucarística IV del Misal se alaba a Dios por cómo ha tratado siempre a los débiles y pecadores: «cuando por desobediencia perdió tu amistad, no le abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca». Como decía Isaías de Yahvé y su pueblo Israel, «yo te cojo de la mano y te digo: no temas».
En el Adviento se deberían encontrar esas dos manos: la nuestra que se eleva hacia Dios pidiendo salvación, y la de Dios, que nos ofrece mucho más de lo que podemos imaginar. No es tanto que Dios salga al encuentro de nuestra mano suplicante, sino nosotros los que nos damos cuenta con gozo de la mano tendida por Dios hacia nosotros. Adviento es antes gracia de Dios que esfuerzo nuestro. Aunque ambos se encuentran en el misterio que celebramos. Ojalá todos, como prometía Isaías, «veamos y conozcamos, reflexionemos y aprendamos de una vez, que la mano del Señor lo ha hecho»
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