Homilía para la solemnidad del Bautismo del Señor ciclo A
En el curso de un viaje, los momentos más importantes, en los caminos o autopistas, son aquellos dónde llegamos a un cruce de camino. Es entonces dónde se deben tomar las decisiones más peso de consecuencias en nuestro itinerario. Es el momento dónde es esencial saber de verdad dónde queremos y necesitamos ir.
En el Evangelio de hoy dos personas se reencuentran, aquí los dos están en un cruce de camino, y lo están en varios sentidos de la palabra:
Geográficamente , en primer lugar: El sitio donde se reúnen a lo largo del Jordán, cerca de Jericó es el punto más bajo del planeta, casi un centenar de metros bajo el nivel del mar, este es el lugar donde se termina el camino que viene de Jerusalén y el que viene de Galilea. Estos caminos no conducen a ninguna parte.
Espiritualmente , también, este lugar es un cruce de caminos. Allí, muy cerca, está el asentamiento monástico de Qumrán, secta que está separada de la liturgia de Israel y que vive en la periferia del pueblo de Dios, esperando que el Maestro de Justicia restaure el reino político de David y la liturgia legítima del Templo, una secta que se nutre de una tradición que no conduce a ninguna parte.
Personalmente , en fin. Y desde este punto de vista las dos personas involucradas – Jesús y Juan el Bautista – tienen mucho en común
Juan Bautista es un marginal. Era de la familia sacerdotal. Desde su infancia estaba destinado para el Templo. En algún momento él renunció al servicio sacerdotal para tomar el camino del desierto. Un camino que no conduce a ninguna parte. Allí, en la soledad, donde no había camino, el camino se le acercó.
Jesús también está en una encrucijada. Creció en una familia judía tradicional en la Galilea conservadora del Reino del Norte. Recibió su formación religiosa en la sinagoga local y tenía la costumbre de hacer la peregrinación anual al Templo de Jerusalén con sus padres. Entonces, inesperadamente, a la edad de 30 años, dejó su Galilea, se separó de su familia (algunos de los cuales aparecerán un día para llevarlo a casa, porque piensaban que perdió la cabeza). Él también tomó el camino del desierto, donde recibió el bautismo de Juan.
El camino que tomó no conducía a ninguna parte. Pero tomandolo pudo conducir a los seres humanos a Él mismo. Escuchando la voz del Padre, tronando en el silencio de la soledad: “Tú eres mi hijo amado“, descubrió la voz de su corazón, Él recibió en su psique humana, la revelación de que era Él, la Voz . A partir de ese momento, todo cambió – cambió radicalmente – para Él, para nosotros, para todos los seres humanos.
La mayoría de las personas entran en la historia hacia atrás, mirando a su pasado. El mito del paraíso perdido y la tentación de volver atrás en el tiempo, recreando la situación para superarla. Mirar hacia el futuro requiere más valentía y compromiso. Se debe enfrentar la historia mirando hacia adelante, hacia algo que, en relación al tiempo, no existe todavía, pero que, en relación con la eternidad, determina ya nuestra identidad.
Jesús y Juan estaban caminando hacia adelante mirando hacia adelante.
Según Arnold Toynbee, los seres humanos se pueden dividir en dos grupos, que él llamó los zelotes y los herodianos. Zelotes son los que tratan de entender su presente a la luz de su pasado. Herodianos son los que se esfuerzan por construir su presente a la luz de la percepción de que ellos ya tienen su futuro.
Jesús y Juan eran ciertamente “herodianos” en este sentido. Y eso es lo que estamos llamados a ser.
La sangre de Cristo, en la que fuimos bautizados y que recibimos en la Eucaristía, es el punto fijo donde vienen a parar todos los caminos. Aquí es donde nuestro encuentro personal con Jesús se puede ser sobrevolado por el Espíritu Santo, como él se acercó a Jesús, y en el que se puede escuchar también la voz del Padre que nos dice una vez más que somos sus hijos.
Y sea cual sea el camino que nos llevó a este punto, con sus alegrías y sus penas, con sus gracias y lesiones a lo largo de una línea recta o vagabundeos sinuosos, es aquí donde puede suscitarse el encuentro, que podrá sanarnos de todas las heeridas y dar sentido a nuestro presente como nuestro futuro. Es por eso que le damos gracias a Dios en esta Eucaristía.
Decía el Papa emérito Benedicto XVI, en esta solemnidad, en el 2009: “ El significado de la Navidad, y más en general el sentido del año litúrgico, es precisamente el de acercarnos a estos signos divinos, para reconocerlos presentes en los acontecimientos de todos los días, a fin de que nuestro corazón se abra al amor de Dios. Y si la Navidad y la Epifanía sirven sobre todo para hacernos capaces de ver, para abrirnos los ojos y el corazón al misterio de un Dios que viene a estar con nosotros, la fiesta del Bautismo de Jesús nos introduce, podríamos decir, en la cotidianidad de una relación personal con él. En efecto, Jesús se ha unido a nosotros, mediante la inmersión en las aguas del Jordán. El Bautismo es, por decirlo así, el puente que Jesús ha construido entre él y nosotros, el camino por el que se hace accesible a nosotros; es el arco iris divino sobre nuestra vida, la promesa del gran sí de Dios, la puerta de la esperanza y, al mismo tiempo, la señal que nos indica el camino por recorrer de modo activo y gozoso para encontrarlo y sentirnos amados por él ”.
No tengamos miedo en las encrucijadas de nuestra vida de seguir a Jesús y de mirar siempre adelante, en ese camino nos sostiene la intercesión de la Virgen fiel, que ella nos ayude a nunca apartarnos de Jesús.
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