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| “Dios mío, sálvame por tu Nombre, defiéndeme con tu poder” |
El Magnificat es un canto de gozo porque la salvación que había sido prometida por los profetas es ya una realidad presente:
“Alaba mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador, porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor cosas grandes el Poderoso. Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen” (Lc 1, 46-50).
Había sido profetizado que el Santo estaría en medio de su pueblo; que en la época mesiánica todo cambiaría: “el Libano se convertirá en un vergel, el vergel parecerá un bosque; aquel día, oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos. Los oprimidos volverán a alegrarse en el Señor, y los pobres gozarán con el Santo de Israel” (Is 29, 17-20).
Los justos hablaban siempre en futuro, porque esperaban el momento en que Dios se manifestase. María, en cambio, habla en presente. El tiempo ha llegado a su plenitud. Todavía no había nacido el niño que llevaba en su seno, pero ella advertía ya la importancia de lo ocurrido. A la luz del anuncio del Ángel toda su vida tenía un sentido pleno, podía entender el por qué de su vida, de sus deseos de virginidad -absolutamente singulares y sin precedente alguno-; el por qué había sido bendecida por Dios desde que ella tenía memoria... Ella probablemente no podía saber entonces que Dios la había preservado de toda mancha de pecado original en atención a los méritos de su Hijo, pero con toda seguridad podía advertir la diferencia entre su naturaleza inmaculada y la realidad del pecado que la circundaba. Ella, sin pecado concebida, podía tener una experiencia de su pureza.
Sin embargo, cuánto le quedaba todavía por aprender. Porque la redención del género humano se iba a realizar siguiendo unos caminos totalmente insospechados. La mayor parte de su vida, si exceptuamos los movidos años de la infancia de su hijo, transcurrió de una manera muy tranquila, totalmente ordinaria, como la de tantas familias de su tiempo.
María nos enseña a esperar en Dios y confiar en la salvación. María no sólo es la primera creyente, sino también el modelo de la esperanza cristiana. Antes que ella, los justos y los patriarcas tenían la promesa de Dios y experimentaban su fidelidad y misericordia. Ahora la Virgen lleva en su seno al Hijo de Dios al que ha concebido virginalmente. Su esperanza está fundada en la realidad más asombrosa que pueda imaginarse.
Años más tarde, su hijo enseñará el camino de la santidad: el espíritu de las bienaventuranzas. ¿Quiénes son los bienaventurados? Los pobres de espíritu, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia y todos aquellos que experimentan injurias y calumnias. A todos ellos Jesús les dice: “alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos”. Un amigo me dijo una vez: ¡claro! Se alegrarán y regocijarán cuando estén en el reino de los cielos, pero mientras tanto están fastidiados aquí abajo.
-No, no -le dije- lo que Jesús les pide es que estén alegres en medio de la tribulación. Por muchas que sean las desgracias y las contrariedades, el cristiano debe ser siempre alegre y dichoso. Éste es precisamente el mensaje central de la exhortación del Papa Francisco, hasta el punto que se refleja en el título mismo: el gozo del Evangelio.
Ni Jesús ni el Papa nos piden un imposible. Así como la Virgen María exulta de gozo en el Magnificat, así también los creyentes debemos sentirnos ya salvados en la esperanza y por tanto llenos de gozo. El Papa comprende a las personas que “tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aún en medio de las peores angustias” (EG, 6). Me llamó mucho la atención una vez la entrevista que le hacían en televisión a una mujer anciana que estaba ciega y pasaba sus días en una silla de ruedas. ¿Qué hace usted durante el día? - le preguntaban. Y ella respondió: “Estoy aquí sentada y a veces pienso... pero la mayor parte del tiempo me limito a estar sentada”.
Recuerdo también cómo un gran predicador equivocaba estrepitosamente el planteamiento de su homilía. Estaba hablando en la capilla de un hospital de enfermos crónicos. Era el cincuenta aniversario de la institución y allí estábamos concelebrando un centenar de sacerdotes y unos cincuenta enfermos, en su mayoría ancianos. El predicador estaba explicando que hay dos maneras de vivir el tiempo: la de los están convencidos de que Dios está con nosotros y que todos los momentos participan de la eternidad. Estos viven con la alegría de la novedad. En cambio hay otros muchos que viven en el tiempo como si éste fuera siempre igual, como si los días, las semanas y los meses fuesen idénticos y nada cambiase... Esa predicación podía tener su sentido en otro lugar, pero por definición un hospital de enfermos crónicos alberga personas que experimentan la enfermedad y quizá también una gran soledad.
El predicador quiso que sus palabras tuvieran un mayor impacto en los oyentes y pronunció la pregunta fatal: - ¿Y vosotros? ¿A qué grupo pertenecéis? ¿A los primeros o a los segundos?
Dejo un momento para que la asamblea recapacitase.
Entonces se oyó la voz de una anciana, que en alta voz exclamó:
- Nosotros hacemos lo que podemos!
La verdad es que me costó aguantarme la risa. Otros muchos no lo consiguieron y la homilía terminó por derribo.
El Papa comprende que no se puede pedir a nadie que tenga una alegría cantarina y manifiesta cuando atraviesa circunstancias de este tipo. Sin embargo, cabe vivir una esperanza y una alegría profundas que son un don de Dios.
De las experiencias pastorales más gratificantes que he tenido, quizá las mejores me las han deparado los niños de infantil, es decir, los niños comprendidos entre los 3 y los 6 años de edad. Son personas que no están contempladas en los planes de catequesis, porque por definición todavía no tienen el uso de razón. Sin embargo, nadie como ellos acoge el anuncio del Evangelio. Eso es toda una lección para mí. El Evangelio debe ser acogida por la fe y entonces genera una esperanza sin fisuras. A la edad de cuatro años, les explico a los niños las verdades centrales de nuestra Fe, lo que los expertos llaman el kerygma o anuncio de lo básico. Eso era lo que hacían los Apóstoles en su predicación: aquél a quien vosotros crucificasteis, Jesús, el Hijo de Dios, ahora ha resucitado y ha subido al cielo. Arrepentíos de vuestros pecados y creed en Él y os salvaréis.
Un día, una niña de cuatro años estaba junto con su hermana de ocho y recibió la triste noticia de que su abuelito había fallecido. Entonces, la hermana mayor se puso a llorar. Ella, en cambio, firme en sus convicciones kerigmáticas le dijo: “No te preocupes, Ángela, porque todos morimos, pero todos risucitamos si tenemos el corazón limpio”. La madre se quedó maravillada con la salida de su hija menor y lo fue contando a sus amigas. Y así fue como me enteré. La esperanza en la que somos salvados es una realidad de presente y nos permite superar las tristezas de esta vida y sobreponernos a todos los males que nos afligen.
He pensado muchas veces en esta niña y he predicado su respuesta en numerosas ocasiones. Ella siguió, sin saberlo, el consejo de san Pedro: “dad razón de vuestra esperanza a quienes os la pidan”.
Los ciegos fueron diciendo lo que les había hecho el Señor... Es su manera de entonar el Magnificat.
La salvación del cocinero de un barco nigeriano.
Quizás está aquí el problema. No nos sentimos de verdad salvados por Jesucristo. Si tuvieramos esa certeza y esa convicción haríamos como los dos ciegos que fueron curados de su ceguera por Jesús. A pesar de que Jesús les hubiera prohibido severamente que no se lo dijeran a nadie, “ellos, en cuanto salieron, divulgaron su fama por toda aquella comarca”.
Hace unos días dieron la noticia de un tal Okene. El también fue salvado y ha contado su experiencia no sólo por toda la región, Nigeria, sino por el orbe entero. En un sólo día el vídeo en que se ve la operación de salvamento fue visto por más de cuatrocientas mil personas. A los ojos del mundo, se trata de un acto hasta cierto punto ordinario: los buzos de un equipo de rescate salvan al cocinero de un barco, hundido a treinta metros de profundidad. Es el único superviviente. Se ha quedado encerrado en un camarote y había todavía suficiente aire para respirar. Lllevaba allí tres días y las autoridades lo daban ya por muerto. Cuando se acercó el buzo y vio una mano flotando el en el agua, pensó que se trataba de un cadaver y se llevó un susto al advertir que esa mano aferraba la suya. Las imágenes del vídeo mestran ese momento emocionante.
Ésos son los hechos tal como se ven desde fuera. En realidad, Okene estuvo esos tres días repitiendo un salmo -el salmo 54: “Dios mío, sálvame por tu Nombre, defiéndeme con tu poder”- pues poco antes del naufragio habló por teléfono con su mujer y ella le dijo que lo rezara muchas veces. Es difícil explicarle ahora que a parte de los equipos de salvamento, también Dios puede haber tenido algo que ver en su supervivencia.
Y resulta también comprensible que el cocinero nigeriano, al igual que los ciegos del Evangelio, fueran diciendo y proclamando a los cuatro vientos lo que les había hecho el Señor...
Es su manera de entonar el Magnificat.
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